En medio de la oscuridad de la calle, alumbrada apenas por un farol antiguo, Raúl distinguió al hombre que venía en sentido contrario esa medianoche de truenos y relámpagos.
Al principio creyó reconocer a uno de sus tantos amigos, pero la repentina y fuerte lluvia, pero la luz de un celaje lo encegueció y cuando pudo mirar en busca del hombre, ya había desaparecido.
Continuó su camino, estaba a media cuadra de su casa. Sintió un escalofrío cuando recordó el rostro que creyó reconocer.
—¡Dios, creí reconocer al Gordo Fernández! ¡Imposible, murió y lo enterremos hace una semana!
Su corazón parecía galopar en su pecha, mientras su mente reproducía las últimas palabras de su querido amigo.
“ Acuérdese, compadre, le aseguro que si no salgo de ésta, vendré a despedirme de usted”.
Claro, esto fue lo último que dijo en el hospital, cuando lo llevó con el feroz ataque al corazón que le dio en la cantina. “ Murió de porfiado el Gordo —evocó a su gran amigo, llevado de sus ideas era como una mula—, el médico le aconsejó que no tomara aguardiente ni ningún trago fuerte, porque su corazón no lo resistiría. ¡Gordo porfiado, mi mejor amigo, moriste por bruto, no más!”.
Otro relámpago y ante él, mojado como una diuca, estaba el Gordo con su agradable sonrisa.
Raúl sintió que su propio corazón se detenía.
—Hola, compadre, como se lo dije aquí estoy pa’ despedirme. ¡¡¡ Nos vemos en la otra vida.!!!
Sus piernas se doblaron ante la aparición y se desmayó.
Cuando despertó estaba en su cama, su esposa lo regañaba por haber salido a beber en una noche con tal tormenta. El hombre se levantó furioso ante la curiosidad de su cónyuge.
—¡¡¡Mujer, mi amigo el Gordo se me apareció en la calle!!! ¡¡¡¡CUMPLIÓ SU PALABRA, PUES SE VINO A DESPEDIR!!!!
Nunca pudo establecer si todo había sido un
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