Día caluroso, pude escapar de la lúgubre oficina en mi moto de 250 cc. La modorra del mediodía estival guióme hasta mi lugar preferido; el rugido de mi corcel trepando la montaña amada, llegó junto al viejo roble perdido en la floresta vital; medio sentado, medio apoyado en su grueso tronco, vi pasar al zorro que me miró con curiosidad, encogió sus hombros sereno siguió su suave trotar. Perfume de pinos y eucaliptus; mis ojos se cerraban, canto de avecillas y riachuelos, susurrando una canción, me dormí.
Extraño resoplar de dragones e incesante murmullo, hicieron abrir mis ojos. Sobresaltado desperté recostado en una banca de la enorme estación. Despistado y aturdido caminé empujado por la multitud; salí del recinto buscando una explicación y, con asombro, leí la palabra Alameda. Ruido de bocinas y motores, bochinche de estudiantes que chillaban como gorriones. Tal vez sin querer, me empujaron al río caudaloso de robots que transitan sin rumbo fijo.
Arrastrado, ahora soy uno de ellos, insensible, mirada fija y mecánico caminar, voy por cemento, cemento, cemento; sombríos edificios, estrechas calles; olor siniestro, tubos de escapes.
Anoche, quizás por sirenas y gritos, tuve un sueño. Sí, soñaba que dormía junto al enorme árbol... ¡ Querido roble de mi juventud! ... ¡¡¡Cómo te añora este prisionero de la gran ciudad!!!
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