Me desperté con el sonido del viento y la lluvia chocando contra las ventanas. Miré el reloj, marcaba las 6:00.
Me giré en la cama con los brazos en alto para poder desperezarme, hasta que me encontré con su rostro sereno y dormido descansando sobre la almohada, el cabello desparramado entre las sabanas, su cálido aliento cayendo sobre mis labios.
De repente el aroma a café recién hecho me hizo despertar por completo. Me incorporé en la cama y salí al pasillo directo a la cocina. Allí estaba ella, preparándolo todo, con su sonrisa, aquella que un dia me enamoró. Me acerqué a ella para abrazarla por detrás y susurrarla al oído que la amaba.
Ella se reía tímidamente. Cerré los ojos para aspirar el olor de su pelo. Olía a vainilla y jazmín. Los abrí de nuevo, pero ella no estaba. Solo quedaba la humeante taza de café en la encimera.
Sorprendido salí al pasillo para ver donde se había metido, pero sus botas rojas no estaban junto con las mías. Habría salido al lago como todas las mañanas, pero el dia no acompañaba.
Me coloqué el chubasquero y mis botas, y me dispuse a salir. Fuera no había nadie, por lo que me adentré más en el patio dirección al lago. Dudaba que ella estuviera nadando aquel dia, o al menos, eso esperaba.
El viento azotaba con fuerza el agua del lago, una imagen brava de la naturaleza, en su máximo esplendor. En la orilla, un cuerpo reposaba bocabajo. Me acerqué corriendo con la sangre helada y los latidos de mi corazón sonando fuertemente bajo mi piel.
Era ella.
Me agache al lado de su cuerpo, con las manos temblorosas para poder encontrar esperanzado su pulso. Pero ella me había dejado.
La acuné en mis brazos, sollozando, con una de mis sosteniendo su cuerpo y otra acariciando su rostro. De repente, al parpadear, ella ya no estaba. No había nadie, estaba completamente solo.
Caminé hacia la casa de nuevo, con la lluvia cayendo sobre mí con fuerza, con la mente en blanco, la mirada perdida, el cuerpo pesado.
Una vez dentro, entré en la cocina, su taza de café no humeaba. Fui a la habitación, y lo único que había en la cama era la huella de su cuerpo marcado entre las sabanas y algún que otro mechón de su cabello rubio en la almohada. Me tumbé con los ojos cerrados y las manos en el pecho, intentando controlar mi respiración agitada. Volví a girarme, abrí los ojos de nuevo, y allí estaba ella.
No era capaz de superar su pérdida y la mente me castigaba con revivir una y otra vez el dia que la perdí. En parte era una tortura, pero por otra, cada día, podía verla y sentirla, aunque solo fuera un producto de mi mente, más real que irreal, o eso me parecía a mí.
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