COMEME... MALDITO.
Por Santiago
Enviado el 10/06/2016, clasificado en Adultos / eróticos
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Su cuerpo se estremecía a medida que recordaba, eran recuerdos de tan solo una noche, que se convertirían en visiones que nunca olvidaría mientras su corazón latiera.
Tras acostarlo y desnudarlo, ella también hizo lo propio, se acostó junto a él y con el dedo índice iba recorriendo cada cicatriz de aquel cuerpo. Cómo no, Ignacio estaba a su merced totalmente y, sabiendo esto, no dudó en bajar la mano hasta la entrepierna, acariciando las partes pudientes de aquel que tan dormido estaba, o eso creía ella en aquel instante.
La química, o el inconsciente, hicieron que las caricias de las manos de una mujer sobre el cuerpo de un hombre, hiciera reaccionar el miembro de Padre Ignacio, ella, sorprendida a la vez que gozosa por aquella reacción humana, no lo dudó ni un instante, se echó con cuidado sobre el cuerpo de Ignacio que tan fuera de combate parecía. A horcajadas sobre él, empezó a besarle la cara, los labios, las orejas y el cuello. El clérigo que estaba entrando en la tierra del pecado, soltaba pequeños gemidos, e intentaba moverse, cosa que impedía Mary aguantándole con sus brazos sobre los hombros de él.
Le besaba el pecho, ardientemente, con una suavidad que hasta ella misma se extrañaba.
Tanto el cuerpo de Ignacio como el de ella se estremecían, el corazón de Mary ya tenía un ritmo cardíaco acelerado, el grado de excitación era sumo, y creyó llegado el momento, ya no aguantaba más. Introdujo dentro de sí el miembro de Ignacio, y sobre él empezó a moverse rítmicamente.
Asió las manos de él y se las puso en las caderas, para que ambos cuerpos gozaran del ritmo del amor y lujuria que aquella noche Dios o el Demonio le había concedido tras tanto desearlo durante años.
Si cesar los movimientos, ella se echó hacia delate, ofreciendo sus generosos pechos sobre su cara. Instintivamente, Ignacio soltó las caderas y fue subiendo sus manos al tiempo que acariciaba el cuerpo de Mary, hasta cogerlos delicadamente, e inclinando un poco la cabeza, empezó a besarlos con la delicadeza de experto.
El movimiento rítmico no cesaba, los gemidos de las voces de ambos eran casi imperceptibles, quizá ponían toda su energía en lo verdaderamente importante en aquel momento.
El éxtasis recorrió el cuerpo de ella, el orgasmo le sobrevino atravesando su cuerpo como un rayo que cae en una tormenta, echó su cuerpo hacia atrás y entonces sí fue cuando no gemía, gritaba de puro placer.
Hasta que, como en cada tormenta siempre hay un rayo, ese rayo capaz de partir en dos un gran árbol o un corazón de mujer. De la voz casi imperceptible del padre Ignacio, de sus labios que la habían poseído, salieron palabras en forma de susurro, las más duras que Mary podría haber escuchado:
—… Te amo… Eloísa.
Mary quedó petrificada, y sin dudarlo un momento lanzó unas bofetadas bien dirigías a Ignacio con la mano Izquierda, y acto seguido lo mismo con la otra mano, la derecha.
«¡Zas,zas!»
—¡Hijo de la gran puta, maldito! —gritaba Mary con odio.
Éste abrió los ojos, como no podía ser de otra forma, y empezó lo que se podía denominar como una lucha titánica. Hasta que él, por ser más fuerte, logró coger fuertemente los brazos de ella, aunque seguía resistiéndose como una fiera.
Tal fue el grado de énfasis que adquirió el apasionado enfrentamiento, que al final cayeron ambos rodando por el suelo desde la cama.
—¡Cerdo, eres un cerdo! ¡Vete al diablo, tú y tu Eloísa!
Mary empezó a llorar desconsoladamente, ya había bajado la guardia, todo le daba igual; aquel hombre le acababa de dar una puñalada en lo más profundo de su corazón.
Ignacio se levantó, se inclinó para coger a Mary y suavemente la suspendió entre sus poderosos brazos; ella pasó de las lágrimas a los sollozos, e involuntariamente se abrazó a su cuello.
La acercó a la cama y con delicadeza la depositó sobre ella, se quedó mirándola en absoluto silencio, ella, apartándose las lagrimas de aquellos ojos negros ojos con la palma de la mano, pudo observar claramente como el hombre que tenía frente así, tras lo ocurrido, seguía teniendo una erección, si cabe mayor que la anterior.
El padre Ignacio, o su subconsciente, porque el alcohol era dueño de su mente y sus actos en ese momento, se metió en la cama, entre las piernas de ella, se las cogió y muy despacio las abrió. Ahora era ella quien abría los ojos como platos, se agachó y empezó a besar delicadamente la parte más pudorosa y femenina de aquella mujer, que no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
Súbitamente lo agarró por los cabellos, y tiraba de los mismos a medida que el cuerpo de Mary se retorcía, los gemidos subían de intensidad, hasta que de golpe paró, la miró y cambió la actitud de delicadeza por la de fiera hambrienta.
La tomó de la mano y tiró de ella, llevando hacia sí, asiéndola por las caderas le dio la vuelta, con energía pero sin brusquedad. Ya la tenía como él deseaba, a cuatro patas y de espaldas.
Empezó a penetrarla como un poseso, Mary recibía las lujuriosas embestidas del que por momentos se transformó en animal en celo.
Se abalanzó sobre su espalda, agarrando firmemente los senos turgentes de Mary, los que apretaba al compás y el ritmo de embate.
Otra vez la divinidad llegó en forma de orgasmo conjunto. De éxtasis más allá de lo humano. El placer recorría aquellos dos cuerpos unidos por el destino, quizá para esa única noche en las vidas de ambos.
Extenuados, cayeron sobre la cama sudando. Él nada dijo, no se pronunció, se apartó de ella.
Mary por el contrario lo miraba, extrañada.
«¿Cómo eres capaz de no decir nada?».
El silencio, solo trajo más silencio. El se giró y se quedó dormido, Mary, no sabía que pensar ya.
«¿Pero sentirá algo por mí al fin? ¿acaso no significa nada esto? ¿realmente eres cura?, me vas a volver loca», pensaba Mary.
Las dudas y más preguntas atacaban fieramente la mente de una mujer que no sabía exactamente como debía sentirse ¿Alagada, amada, despreciada?, o simplemente fornicada.
Fuera como fuese, se acostó junto a él y echó la manta por encima de sus cuerpos.
Mary se acurrucaba junto al cuerpo aún sudoroso del padre Ignacio.
«No sé si matarte o amarte», y cerró los ojos junto al hombre que durante tantos años deseó.
«Mañana será otro día, espero hacer que te olvides de Eloísa y seas mío por siempre jamás, nunca me volverán a separar de ti, ni tú mismo lo conseguirás, lo juro por Dios».
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