Remite: el destino

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Remite: el destino

En la noche que había parido la terrible madrugada, ya con sus 22 años de edad, Octavio seguía empecinado en escribir relatos que había acumulado en el transcurso de su vida –motivado por sus estudios universitarios en letras hispánicas- en donde en cada viaje, en cada ciudad, el suspenso era siempre su sombra. Sin embargo, nada peor le había ocurrido hasta aquella madrugada descrita. Su literatura había adquirido una corporeidad tal, que llegó a sentirla. ¿En qué momento las palabras escritas le pudieron encadenar y secuestrar su respiración, su sueño?

Para Octavio, por cada suceso narrado –y posteriormente escrito- las experiencias se le multiplicaban. Hasta cierto punto crítico de su existencia, no se daba cuenta que sus relatos alimentaban ambientes ajenos a nuestras dimensiones, como si algunos entes pudieran incluso leer y jugarle pesadas bromas a nuestro incipiente escritor. Mientras él se desahogaba en su ambiente estudiantil y en el exilio de la orfandad mediante la escritura de sus experiencias, los hechos lo asfixiaban quitándole cada vez más, un trozo de esperanza, en donde ésta, era remendada mediante el uso de la escritura. Un círculo vicioso encerraba a Octavio.

Todo comenzó en la niñez de Octavio, que, durmiendo en su cama a altas horas de la madrugada, las alertas de sus sentidos lo vuelven a traicionar, el pequeño escuchó una poderosa y grave voz, jamás había escuchado algo así. Aquella voz le intenta decir algo, sabe que no corresponde a su familia, le retumba los oídos, pero existe más interés en eliminar ese miedo que en descifrar el enigma de aquellas cuerdas vocales. Aquellas palabras graves se tornaron trágicamente en risa, risas de la depravación, de la burla, del sin sentido.

De esta situación turbulenta para cualquier niño de ocho años de edad, surgió el primer relato a escribir por Octavio. Aún con el inconsciente desvelo, pudo asistir a la escuela esa misma mañana. Por la tarde, llegando a su hogar, no tuvo el valor necesario para contárselo a su familia, -¡me tacharían de loco!-, pensó. Trató de encerrar sus miedos en la cárcel de las letras, sin saber que sus extraños verdugos lo comenzarían a leer.

Las noches posteriores se convirtieron en desquiciantes atropellos para los sueños de Octavio. Se despertaba a altas horas de la madrugada, el frío de la ciudad de Dobacor le recordaba que estaba consciente, pero en la pesada oscuridad, trataba de activar los interruptores de luz sin mucho éxito, en la desesperación ninguno de ellos iluminaba su valentía, para entonces, comenzaba a gritar sin que ni un solo sonido saliera de su boca. Sus cuerdas vocales no encendían, el miedo le daba un golpe hasta dejarlo inconsciente y recostado en su cama. Al día siguiente escribía lo sucedido.

-¡Me estoy volviendo loco!, mi habitación se convierte en el infierno, escucho voces pero me ensordece el miedo, grito y rezo sin parar pero nadie me atiende y ni yo me escucho, veo sombras que suben los escalones pero me ciega el terror, camino para encender las luces, pero me apagan la esperanza de no tener éxito, entre más respiro más me ahogo- escribía Octavio en algunos de sus relatos. Sólo me queda el consuelo de escribir estas amargas experiencias para que alguien alguna vez me entienda, mi cobarde silencio es suprimido ante mi valiente literatura- con esto terminaba y firmaba sus relatos.

Al pasar el tiempo, la incipiente madurez de su juventud le regresaba poco a poco la tranquilidad de sus sueños, por un tiempo dejó de escribir relatos extraordinarios, ya no había motivos para hacerlo, sus preocupaciones se dirigían a otros aspectos. Octavio había dejado su hogar y familia para tomar los estudios universitarios. Las letras seguían siendo su desahogo, pero ya no de sucesos escalofriantes, sino del arte de la poesía.  Esa belleza de las palabras enterraría por un tiempo los miedos de Octavio, pero no lo aniquilarían por siempre, el rapto de la tranquilidad y de la belleza del sueño no se harían esperar.

El reloj marcaba la una y media de la madrugada y Octavio apresuraba su paso, que, con rapidez, se comía la distancia. Por la calle, inundada de soledad, observó a lo lejos a un hombre en la esquina de su calle, pequeño y robusto, con sombrero de copa que se sostenía sobre una sombrilla mientras hablaba por el teléfono público de ahí. –Deberías seguir escribiendo Octavio, en verdad que lo disfruto- dijo aquél hombre, mientras Octavio pasaba inevitablemente cerca de él.

Las pupilas de Octavio se dilataron, sus manos escurrían en sudor y su corazón lo golpeaba tan fuerte que podía sentir el dolor, su mirada lo traicionó y lo obligó a voltear para ver al hombre, el cual, ya no estaba, en su lugar había quedado una gran sombrilla negra abierta, tapando aquél teléfono. Se estremeció, ¡la parálisis le secuestró los sentidos como lo había hecho siempre, sus rezos, una vez más, violados! Sobre la calle, cada lámpara vino apagándose desde lejos amenazando con llegar hasta donde estaba él. La rara misericordia del miedo le devolvió la movilidad y corrió como nunca hacia su casa, que estaba a unos diez metros de aquél teléfono.

Abrió la puerta, trató de encender los focos pero ninguno respondió, Octavio se ahogaba de la desesperación, subió de prisa los escalones hacia su habitación y al llegar a ésta la luz de la calle iluminaba su cama y sobre ella, la gran sombrilla negra abierta, la cual, la tiró por la ventana.

De pronto, la electricidad regresó a su habitación y para tranquilizarse prendió la radio, y a pesar de la música, su llanto era lo único que podía escuchar. El terror le había quitado el sueño, pero ya marcaban las tres de la madrugada, el cansancio y la tranquilidad lo hicieron juntar sus párpados y le devolvieron los reflejos de sus sentidos. Poco después escuchó fuertes alaridos los y abrió los ojos. Una extraña opresión le asfixiaba el pecho, cada intento de respiración se convertía en confusiones desesperantes, respiraba y se ahogaba una vez más.

La invocación a Dios no fue lo suficientemente fuerte como para liberarlo de la inmovilización, esas pesadas y frías cadenas que lo ataban a su cama incluso llegaron a congelar sus labios, y qué decir de su propia mente, petrificada. Ni siquiera el bello canto sacro en una obra de Johann Sebastian Bach que se transmitía en su radio en esos momentos lo podía salvar. La confusión era enorme que no distinguía entre la desesperación de su respiración y una ajena, ya que tal pareciera que alguien más lo estrangulaba con tal ahínco que podía sentir y oler su odio.

Ni siquiera pudo pensar el padre nuestro, aquél miedo le arrancó el sentido espiritual, se esforzó más en moverse que en pensar divinidades. Todo había pasado. A las tres y media de la madrugada aquél despojo se había tragado a sí mismo. A un lado de su cama, se encontró una nota, dentro de una jaula impregnada de cera que decía: “Seguiré escribiendo, conocí a la muerte, la describo, pero jamás escriban mi historia,  porque mis letras son malditas y el destino es el mejor lector”.

 

 


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