Ese día era viernes y trece, lo cual no presagiaba nada bueno, porque estamos hablando de una ciudad anglosajona...
Cuando me incorporé de la cama, a la misma hora habitual de cada mañana, me extrañó el silencio que lo envolvía todo.
Mi barrio era muy bullicioso y además era el horario ajetreado en que los niños se preparaban para asistir a su jornada escolar.
No se oían pasos, ni tuberías, ni jaleo de desayunos familiares apresurados en las cocinas, ni ecos en las radios o televisores.
Ni siquiera había ruído de fondo de ascensores o de vecinos, ni tráfico circulando por la carretera de al lado.
Me asomé a la ventana aún con los ojos con legañas y me quedé petrificada de terror al observar mi calle.
El tiempo se había detenido, todo estaba en suspensión. No sólo los objetos urbanos como los automóviles no se movían, los seres antes vivos, ahora estaban inanimados, yacían como muñecos abandonados en el suelo. ¡Era un cuadro dantesco!
Incluso la luz del sol se fue apagando hasta que se hizo noche cerrada de repente. La MUERTE se había instalado en todo el mundo. Ya no alcanzo a recordar más...
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