Soledad

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Aquella noche, sin embargo, me paseaba sin displicencia por la zona limítrofe, el exacto punto de cruce donde fulgurante vigilia se ve empañada por las primeras bien reconocibles volutas de exasperante sueño. Mas mis sueños, ahora siempre pesadillas, dolorosas pesadillas sobre la perdida de mi amada Carla, al poco, viéronse interrumpidas por un doloroso y súbito alarido que, alargándose en formas inexplicables, parecía llenar la estancia por completo, tal cual así lo permitía la ausencia de decoración.

    Furioso y abriendo los ojos me puse en pie obviando los objetos que antes reposaran sobre mí, artificialmente dormido, y ahora yacían en el frío suelo de madera, a saber, una cuchara de plata y una jeringa ya utilizada, y dije musitando:

    -Por los dioses, o por los reyes, según os convenga, no sabré yo, quien quiera que seáis en quien profesáis vuestra fe, callad y permitid, al menos, un momento de dolorosa, por incitar a la reflexión, calma a esta pobre hueste del que no es. ¿Por qué será, sin embargo, que tengo la certeza de reconocer aquella voz, de ya conoceros?

    -¿Ya conoceros?-interrogó entonces el otro, quien fuere, que se paseaba a deshora en aquel tiempo y en aquel espacio inalcanzable de la mano de ningún dios, o ninguno misericordioso por lo menos.

    -Sí, sí. Juraría en nombre de mi madre, y mi prole, y la virgen que en tanta pena ha fallecido hace no demasiado, que vuestra voz me es familiar.

    -Vuestra voz me es familiar-reconoció entonces el otro, el otro y el otro más, mientras yo asentía con la cabeza.

    Inclinándome, como en un gesto de reverencia, extendiendo las manos casi en un gesto de prestidigitación, exclamé en voz bien alta a las sombras a mí mismo y a quien estuviere ahí en aquel día y en aquella hora:

    -Pero permitidme Ser que os invite a entrar en este recóndito recoveco donde se acumula el moho y donde nace la progenie de los que en sombras navegan sin rumbo sus vidas, de los que, en marcada locura, se sumen en perennes reflexiones no baldonando, mas en cambio, el solipsismo sino abrazándolo con marcado ímpetu. Permitidme que os invite una copa, ¿whisky? no tengo, me lo he bebido hace nada, ¿vino? vaya, se ha agotado. Algo para alegraros la tarde, ¿heroína, cocaína, LSD?

    -LSD.

    -Permitidme un segundo buen caballero pues pareciera no haber por ningún lado, empero esto, os lo juro en nombre de los santos del cielo y de los ángeles del infierno, haciendo memoria soy capaz de rememorar por lo menos tres lugares donde otrora colocara a conciencia todas estas drogas.

    -¿Estas drogas?

    -¿Cómo decís? Ah, sí, son en efecto estás, pero tomad, consumid cuanto queráis, en este remoto paraje donde locura es quid de bienestar, donde no hay vida sino muerte, donde limítrofe es estar vivo, donde limítrofe es…

    Y, para mi sorpresa, el otro, ese y también el siguiente terminaron la frase por mí:

    -… estar muerto.

    -Sí, sí-aplaudí enardecido por el triunfo-. Así es en efecto. Aquí no hay vida sino muerte, aquí no hay alegría sino…

    -Tristeza-respondió uno. Mi ánimo ya, hasta entonces disminuido por mi terrible perdida, cobraba bríos por momentos y mi corazón latía como si quisiera escapar de mi pecho, mas no podía sacudirme de encima la sensación de falsedad, como si tal, quien me entendiera, fuera imposible. Imposible no era, sin embargo, pues en otra época estuvo la bienaventurada Carla. La de mis pesadillas, y mis sueños, y fantasías y…

    Musité:

    -Seáis quien seáis, sombra, ángel, demonio, poseído, genio, espectro, maleficio, no hay duda que entendéis y entendéis lo que yo entiendo y lo que no entenderé, decidme, por tanto, si sois capaz, si capaz sois, si no os faltan ganas, ¿por qué ella, por qué se ha ido?

     A lo que mi huésped, mi huésped en la habitación vacía, en la habitación constituida por meras sombras, yo mismo y las que me acompañaban aquella noche y esta misma, respondió, cerrando el asunto con tan lapidarias palabras cuyo peso repentinamente comprendía y que ahora y no antes se cernía sobre mí:

     -Se ha ido-dijo, y eso fue todo cuanto pronunciaron aquellos labios o no labios, cuanto dijeron aquellas voces o no voces en aquella noche de pérdidas estrellas, de inconmovible azoramiento, de profundo dolor a mi alma y a la herida recientemente abierta por la perdida, sí, la perdida de mi amada Carla.

    Loco, enfermo y embriagado de cólera, de la más amarga, la que es peligrosa, me arrojé al suelo, buscando a gatas, la vieja navaja que escondía bajo el raído sillón. Victorioso finalmente me puse de pie empuñando frente a mí la navaja con intención de liquidar aquel cuyas palabras eran terminantemente realistas, cuya negra sentencia ahora pendía sobre mí con la misma gallardía que un péndulo, un péndulo destinado a dejar caer su peso sobre mi cabeza.

    Entonces, entre estremecimientos del alma, finalmente cayó sobre mí todo el peso del péndulo y la cólera dimitió para dejar paso, por fin, al amargo duelo.

    -Estoy tan solo-sollocé arrojándome al suelo, habiéndome abandonado ya, toda esperanza.

    -Estoy tan solo-repitió mi eco, ese y el siguiente.

    Y el siguiente.

    Y el siguiente.

    Y entonces al fin murió dejándome arder en perpetua y ¡ah! dolorosa soledad.


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