Después de la visita de los antidisturbios, Neandertal se tranquilizó un rato, aunque no tardó en volver a las andadas, pero esta vez tomando la sabia precaución de gritar bajito para no soliviantar a los cabestros de uniforme. Los demás intentamos sobrellevar la estancia en la celda lo mejor que pudimos. La verdad es que no hay muchas cosas que un joven heterosexual pueda hacer en una celda de tres por tres, húmeda, calurosa y llena de tíos raros. Uno de los punkis, el intelectual del grupo, se puso a dibujar en la pared. Los otros agotaban ya las últimas batallitas o las contaban una y otra vez. A mí me apetecía fumar un cigarro para combatir el estrés. Como aún no nos habían registrado, todavía teníamos algo de tabaco. Yo en concreto no tenía, pero sabía que al Pedro le quedaban algunos. Ya estaba a punto de pedirle uno a mi colega cuando uno de los punkis exclamó:
?¡Qué hacemos con el costo! A mí todavía me queda costo.
?¿Lo tiramos? ?dijeron otros punkis poco convencidos mientras volvían la mirada hacia Treintaisiete Hostias, quien era de lejos el más curtido en estos temas.
?Nos lo quitarán cuando nos registren los putos cerdos, ¡vamos a hacernos unos porros mientras estemos a tiempo!
Dicho y hecho; ya no me pude fumar un piti porque todas las existencias de tabaco fueron colectivizadas para usarlas en la elaboración de los canutos. Era irónico estar en una celda de la comisaría rodeados de policías por todos lados, once tíos quemando hachís y liando petas como posesos. Conseguimos hacernos unos cuantos porros, hasta que se nos acabó el tabaco, y luego todo Dios a fumar. Yo fumé poco, porque no me apetecía tener una bajada de tensión o un ataque de ansiedad paranoica allí encerrado. Aun así no hice el desprecio a los punkis y le pegué un par de tímidas caladas. No hizo falta más, en el ambiente cerrado de la celda casi ni necesitabas fumar. Al rato llevábamos todos un cebollón bastante curioso. Ignoro qué hicieron los punkis con el costo restante, seguramente lo tiraron en algún rincón, o quién sabe si trataron de esconderlo en alguno de sus malolientes orificios corporales.
A partir de los porretes se desató la locura. Risas y aullidos inundaron los pasillos de la comisaría. Yo me recuerdo a mí mismo haciendo el pino contra una de las paredes de la celda y al Neandertal frenético dando saltos como un simio. Otro de los punkis quería cagar a través de los barrotes para joder a la madera, pero le prohibimos terminantemente que lo hiciera, porque seríamos nosotros más que ellos los condenados a sufrir el hedor de su mierda.
Nuestro gran pasatiempo era hablar a gritos con los tíos encerrados en las celdas contiguas y también insultar ocasionalmente a los maderos. Como la comisaría de la calle Luna era relativamente pequeña y muy vieja, la acústica era excelente. Al principio todo eran gritos esporádicos y alaridos inconexos que nos llegaban de otras celdas, a los que respondíamos de igual manera. Sin embargo, pronto se establecería un complejo sistema de comunicaciones e intercambio de información entre las distintas celdas, que tuvo su momento culminante cuando los aproximadamente cincuenta detenidos cantamos al unísono el cumpleaños feliz a uno de nuestros compañeros, quien casualmente cumplía dieciocho años aquel mismo día. También comprobamos aliviados que a la Puri, la novia de uno de los detenidos, la habían tratado bien y que el Buey, un colega de los punkis, estaba entre los arrestados unas celdas más abajo.
(Extracto de YOBBO 98)
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