PRINCIPIOS DE LOS NOVENTA II
Por M. Mariano
Enviado el 30/06/2016, clasificado en Drama
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Después de un rato más de conversación apareció el Pulga y nos fuimos los tres a por los sprays que estaban guardados en nuestro escondrijo del Terraplén. Cuando llegamos y pillamos el tema, me di cuenta de que el tiempo de charleta y planes había concluido. Ahora se trataba de jugársela, de arriesgarse, de pasar miedo y disimularlo, de echarle dos cojones de verdad y firmar. El Pulga se pintó ahí mismo un SAC bastante grande y le pasó el spray al Bibi para que él firmase también. ?¿No deberíamos de vigilar alguno? ?les dije, pero me callé la boca al ver las miradas asesinas que me lanzaron el Bibi y sobre todo el Pulga. Ahora con el Pulga ya no había mariconadas ni medias tintas, así que cogí el spray y me pinté mi ATAK lo más rápido que pude. Al acabar, el Pulga me lo pilló y salimos corriendo a buscar más localizaciones donde plantar nuevas pintadas. Vimos otra pared decente y atacamos de nuevo haciendo tres buenas firmas y luego otra vez a correr y moverse rápido. El Pulga nos impuso un ritmo endiablado y aunque íbamos con cuidado y la calle estaba bastante vacía, estábamos corriendo demasiados riesgos para mi gusto. Hicimos varias firmas más por esa zona hasta que un viejo nos empezó a gritar y tuvimos que salir por piernas y rodear un par de manzanas. Al doblar la esquina, otra firma y yo ya estaba con flato. ?Vamos a pintar en la puerta del colegio ?dijo el Bibi, y yo no pude protestar porque ya estábamos otra vez corriendo hasta allí. Cuando llegamos al cole, me encontré de repente con el spray en la mano y empecé a hacerme un ATAK en la puerta, solo para acabar cuanto antes. Me interrumpieron los gritos de una vecina que nos llamaba gamberros y nos acusaba de estropear las fachadas. Otra vez salimos por patas y acabamos cerca de la Puerta de Toledo. En ese momento lo sensato hubiese sido dar el día por bueno, guardar los sprays y desaparecer con discreción, pero la sensatez no existía en el vocabulario del Pulga cuando se le cruzaban los cables. Él y el Bibi decidieron hacer unas últimas firmas ahí mismo, aunque ya empezase a haber domingueros por la calle. Mientras pintábamos, un padre y su hijo, más pequeño que nosotros, empezaron a gritarnos. El viejo llamándonos de todo y el niño nos dijo, «hey, chicos», de manera tan cómica que nos dieron ganas de partirle la cara. «Ay, como seas de nuestro cole», debimos de pensar los tres del mocoso ridículo, pero no había tiempo de relamerse demasiado.
Una vez más echamos a correr y doblamos la esquina a toda hostia. Seguimos corriendo y al pasar otra esquina nos encontramos de bruces con un Citroën BX de la policía nacional con dos agentes dentro que nos miraban con muy mala cara. Me quedé helado de puro terror por un segundo, pero enseguida comprendí que había llegado el momento tan esperado, el momento de echar a correr como no lo había hecho en mi puta vida. Hice una salida digna de Carl Lewis, pero a los pocos segundos me cosqué de que había algo que no encajaba. Estaba corriendo solo. Miré hacia atrás y vi que el Pulga y el Bibi no se habían movido del sitio y estaban muy quietos y serios. «Eh, Chencho, ven», me gritó el Bibi, y yo le obedecí y volví mansamente hacia donde estaban mis amigos. Un poco lo hice por lealtad hacia mis compañeros del grupo, un poco por falta de iniciativa, un poco por pensar que ellos debían de saber lo que hacían, pero sobre todo por miedo a que los guripas me persiguiesen a mí solo. Volví y nos dispusimos a soportar lo que se nos venía encima cuando el coche se puso a nuestra altura y la ventanilla se bajó.
Los policías, de mediana edad y ambos con gafas de sol, nos empezaron a echar la bronca, aunque sin bajarse del coche. A mí me preguntaron que por qué corría y a los otros dos que por qué pintaban en las paredes. No contestamos nada y ellos siguieron regañándonos, aunque para nuestro alivio sin todavía bajarse. Casi me cago cuando los polis nos preguntaron nuestros nombres, que apuntaron en un papel. También mencionaron algo de llevarnos a comisaría y llamar a nuestros padres, que era todavía peor. Uno de mis compis, no recuerdo cuál, tomó la iniciativa al cabo de un rato para decirles a los polis, o maderos, como decía el Pulga, que el spray nos lo habíamos encontrado y que solo estábamos jugando. Luego los tres pedimos perdón y prometimos que no lo volveríamos a hacer mientras poníamos cara de mucha pena, y yo hice un torpe intento de entregarles el spray que sostenía todavía en mi mano. ?Niño, a mí no me des eso. Lo tiras a la papelera y que no te pille otra vez pintando las fachadas o llamamos a tus padres ?me ladró el agente con muy mala uva. Después de esta última e inquietante orden, los polis arrancaron el coche y se fueron. Nos quedamos un rato parados mientras asimilábamos que nos habíamos librado por esa vez. Me acerqué a una papelera que había en esa misma calle para cumplir mi promesa y tirar el spray, pero el Pulga vino y me lo quitó. ?¡Qué haces, tolay, trae pacá! ?me dijo, y después los tres nos fuimos rápido en dirección contraria a la que había tomado el coche de la poli.
(Extracto de LOS MATONES DEL PATIO)
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