A los diecisiete años, estudiando Filosofía en el instituto, llegué a la conclusión de que era absurdo tener complejos respecto a mi cuerpo. Si en Grecia la gente podía filosofar desnuda, yo también. Empecé a respetarme y valorarme hasta el punto de pasar el día entero haciéndome fotos desnuda.
Cuando mi hermana de trece años descubrió en la cámara todas aquellas fotografías, las borró. No podía permitir que alguien las viese porque temía ser criticada por tener una pariente indecente.
Quise vengarme de aquel acto de censura de la manera más letal posible. Utilizando mi poder de narradora omnipotente, invertí el orden de las cifras de su edad. Pasó de los 13 a los 31 de repente. Se había convertido en una mujer adulta sin estudios que escuchaba música pop interpretada por adolescentes, y que aún era virgen.
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