Cerca del anochecer, aun podía observar el color rosado de las flores cayendo del árbol. Un joven tronco, que desde siendo yo un niño ya estaba ahí de pie, sin moverse, respirando, solo para no morir. Parecido me sentía aquel tres de noviembre celebrando mi trigésimo quinto aniversario. Viendo volar la vida para quizás, poder llegar contento y ligero al final de todo.
Soltero, sin trabajo, sin ahorros económicos y con alguna deuda pendiente, empezaba una nueva vida.
Lleno de experiencias emocionantes, tristes o infinidad de situaciones que habitan con apariencia de recortes en mi mente, como si estuvieran escritas en papel. De los cuales pongo sobre una mesa gigante imaginaria de unos 100 metros cuadrados. Lo único que hago es coger cada pedacito de papel, ponerlo en orden y aprender de ellos. Unos usarlos para no caer en los mismos errores, otros simplemente para recordar buenos tiempos y otros usarlos para montar el puzle más perfecto posible y empezar a hacer las cosas bien. Ahora toca fabricar una mejor versión de mí y, usarlos a mi favor es lo mejor que puedo conseguir. Por suerte los tengo y me pertenecen.
Empezar bien y darle continuidad es posible, eso lo se. Dar forma a los detalles y convertirlos en cosas buenas. A ser posible, conseguir ese paso lento que te hace disfrutar y observar que todo es mucho mejor. Sentirse vivo es el combustible que necesitamos para continuar luchando hasta morir, mientras recordamos que no hay un lugar donde estemos que no sea el lugar donde tengamos que estar. Cerca de la vida.
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