Ana dejó por unos momentos los albaranes que tenía entre las manos y contuvo la respiración para poder oír mejor el ruido que provenía de la entrada. Se encontraba sola y el sigilo con el que se accionó el picaporte de la puerta principal le hizo sospechar lo peor.
Azuzada por el miedo, su imaginación la llevó a recordar otros domingos; tardes de cine y palomitas viendo películas de terror con su novio. La ansiedad que le provocaba percibir una respiración cada vez más cercana y un arrastrar de pies algo fatigado, le indujo a reaccionar, como defensa, evadiéndose con la mente de aquel despacho donde tenía que estar hasta las nueve de la noche. Y qué mejor refugio ante la amenaza que la acechaba que las vivencias pasadas, sobre todo las más felices, como, sin ir más lejos, la del día en que firmó aquel contrato de media jornada. Las horas estipuladas en la cláusula eran cinco. Pero, en realidad, debía trabajar ocho más, eso sin contar las tres de los domingos, horas extraordinarias por las que no percibiría remuneración alguna, puesto que no se reflejaban en ningún documento salvo en el acuerdo que suscribió de palabra al ser contratada. No obstante, ella se sentía la mujer más feliz del mundo.
Pese a que el recuerdo le hizo esbozar una amplia sonrisa, esta se congeló cuando una sombra de cerca de dos metros traspasó el umbral del despacho. Pero de inmediato, cuando descubrió su origen, no solo su rostro recuperó su expresión de monotonía y cansancio que tenía desde las seis, sino que volvió a aplicarse con tesón a la tarea que había abandonado a causa del pánico.
—¡Pero aún estás con eso! —le dijo el dueño de la sombra, que no era otro que su jefe, el cual todavía iba en bañador y cuyo engominado cabello todavía olía a salitre y a mar después de un día de playa y de paseo en barco.
Ana no contestó. Pero al marcharse este, llegó a la conclusión de que, además de los fantasmas de las películas de terror, había otros más reales, y también más insoportables.
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