Me perdí; desconcertado, me di cuenta al poco rato de haber girado a la derecha. Seguramente la nube de tierra que levantaba el invisible automóvil que me precedía, me había hecho equivocar de desviación. Parecía inocente pero lo sentí predestinado; el repentino atardecer del camino, debido a la tupida sombra de los extranjeros sicomoros, rescató de mi memoria aquel lugar con un escalofrío.
Recuerdo como si fueran horas el traqueteante viaje en el auto de Don Vicente. Adelante, junto a él, se ubicaba su esposa la tía Clarita que callada y atenta indicaba las circunvalaciones que nos llevarían a nuestro objetivo. Detrás, se apretaban la tía Felicia que, por solterona, era tenazmente elegida para estos extraños encargos, el enfermo (el tío Ramón) y, ocupando la mitad del asiento la imponente abuela Pascuala, quien con su ceño fruncido y cara de haber chupado un limón, me llevaba sobre su falda.
Con mamá de viaje, no habían encontrado con quien dejarme y, como la sanación se hizo urgente, habían partido conmigo. El calor se hacía agobiante con todas las ventanillas cerradas para evitar que entraran las nubes de polvo que levantaba el viento; cada bache nos hacía saltar con el mismo hipo y, como ya estaba grandecito, golpeaba con mi cabeza el techo del automóvil como el badajo de una campana.
De improviso se hizo la noche revelando cuán mágica era nuestra misión. Pero al acostumbrar los ojos, entendí que eran los altos sicomoros que, con sus sombras, producían ese efecto claustrofóbico y señalaban de manera lúgubre la casa de la vieja hechicera. Ésta estaba formada por arcaicas y gruesas paredes que soportaban un techo de onduladas tejas cerámicas que sobresalía formando amplias galerías. Era muy grande y con la clásica forma de U, estaba limitada por un prolijo vallado que presentaba una sola entrada. Estacionamos en un lugar libre y, cual fuelle que respira, nos desparramamos al abrir la puerta y recobrar nuestras formas individuales.
El perímetro interno de la U estaba ocupado por largos bancos lleno de extraviados y dolientes. Nos sentamos en uno de ellos equidistante de cualquier otro grupo pues no queríamos que la cercanía nos contagiara otros males más exóticos de los que ya traíamos.
Enseguida se nos acercó un acólito de la hechicera para conocer nuestro infortunio y la abuela Pascuala, como líder médico-religioso de la familia, tomó la palabra con la seguridad que dan los años. Relató que el ya maduro tío Ramón había dejado escapar al amor de su vida, una espléndida muchacha que lo espero más de cinco años y que, dolida, finalmente se casó con otro para no desperdiciar la suya.
Aunque no la culpaba, la abuela deducía que, antes de decidirse, le había hecho un mal de ojos a Ramón para ablandarlo con el casamiento y éste, ya fuera por el maleficio o el desencanto, languidecía. Bajó de peso comiendo poco y salteado, vagaba despierto por las noches mientras murmuraba su nombre y afiebrado, la confundía con otras en la vereda.
El acólito clasificó el caso como grave y lo anotó para un turno inmediato. También aconsejó que el donativo (la hechicera no cobraba por su don) fuera de al menos 300 maravedíes –o U$S 500-, lo que prefiriéramos. Todo esto fue una novedad, y de soslayo le miré los ojos al tío Ramón para ver cuál era el mal que le habían hecho. Pese a lo escuchado, para mí estaban igual que siempre; tampoco lo noté más flaco ni afiebrado.
¿Estuvo equivocada la abuela? ¿O fue pura picardía? Son preguntas que aún hoy no me he podido responder. No me dejaron entrar con el condenado, pero los golpes, gritos y malos olores me indicaron que quizás lo desendemoniaron tan bien, que al año ya estaba felizmente casado y al otro nacía mi prima Nefastina. Aun así, cada vez que miro los extraños ojos amarillos de esa prima adolecente, me estremezco lleno de dudas.
Carlos Caro
Paraná, 28 de abril de 2015
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