Combate al Amanecer

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Mi padre fue un hombre gallardo, un Clark Gable cerca de 1.70, elegante y ¡Uf! con los problemas propios de su prestancia; mi madre me mandaba a la esquina de la población de obreros de la mina de carbón cuando sonaba el pito que indicaba el término de su turno y allí lo veía con su traje buzo blanco, caminando elegantemente entre los otros mineros. Movía el bastón de madera, adminículo obligatorio para todos los trabajadores y que tenía varios usos destinados a la seguridad personal en las duras labores de la extracción del mineral.
  Dormía yo profundamente después de mi diario quehacer de niño de 4 años, despreocupado y gastador de energías durante mis juegos. Desperté al escuchar extraños ruidos como pequeñas detonaciones en la calle, con exclamaciones condimentadas con palabrotas de hombres y que se colaban por la ventana entreabierta de mi dormitorio en el segundo piso.
  Mi natural curiosidad me impulsó a mirar a hurtadillas protegido por las cortinas; amanecía, pero los faroles de la calle todavía estaban encendidos. Bajo uno de ellos vi con sorpresa a dos caballeros medievales que luchaban con sus espadas, dándose furiosos mandobles que, con gran habilidad, bloqueaban ya con su arma ya con su yelmo. A medida que la luz diurna iba aumentando me di cuenta que se trataba de dos mineros con sus característicos trajes y se daban de garrotazos con sus bastones, que, al chocar con los cascos, producían un sonido semejante al quebrar de nueces.
  Muchos golpes iban a dar a los cascos de seguridad, pero no pocos llegaban a los brazos y torso de los luchadores. No faltaban las estocadas con las puntas de sus improvisadas espadas, pero la agilidad de estos caballeros feudales evitaba grandes daños en sus fornidos cuerpos.
  Sólo con el transcurrir de los años comprendí que la razón de esa disputa era el orgullo de hombres aguerridos y endurecidos en un trabajo donde su compañera invisible e infaltable era la muerte. Estaba fascinado por la belleza y gallardía de los combatientes, que jadeaban y maldecían por algún problema, seguramente por una pequeñez que fue suficiente para encender la chispa que los hizo explotar en ese acto de ira. La pobreza de sus sueldos, aunque las casas y la belleza de los jardines y plazas mostraban una hermosa población, ponía su cuota diaria de furia contenida contra sus patrones extranjeros.
  Otros mineros pasaban mirando a los luchadores con cierto interés, pero seguían su camino, pues el pleito no les incumbía. Los guerreros jadeaban y ya no tenían fuerzas para levantar sus armas de madera, pero se miraban desafiantes sin deponer su belicosidad; hasta que uno de ellos bajó su bastón y con su otra mano hizo un desdeñoso gesto, volvió sus espaldas al contrincante, evidenciando su desprecio, y sin palabras se alejó. Su adversario, respirando trabajosamente, también dio media vuelta, se fue en sentido contrario. 
El sol se asomaba, desplazando las tinieblas, las luces artificiales se apagaron, la calle se llenó de transeúntes que iban presurosos a sus ocupaciones y la vecindad, después del combate, recobró su rutinaria vida.

 


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