Voy andando por un camino de tierra y pideras, y chuto precipicio abajo todas aquellas que son más grandes que la pezuña de Alpha. Las pateo y observo cómo caen al vacío, pensando que son una buena metáfora de lo que es mi vida. Están tranquilas, reposando, y de pronto aparece un agente externo que las vapulea y las hace caer sin remedio.
Pero algunas se resisten. Algunas se quedan en la pendiente, como pidiendo auxilio. Las remato, con un último empujón. Mi pie y la piedra son dos caras de la misma moneda. El pesimismo y el optimismo. Así, todas las piedras que chuto caen directamente o acabo empujándolas si se resisten.
Salvo la última. La última que mi pesimismo intenta precipitar al vacío de mi abismo emocional, se queda en el último borde. Algo me dice que debo dejarla ahí. Pienso que son demasiadas piedras las que se han resistido a caer, y desde que no creo en las casualidades, opino que alguien intenta decirme algo.
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