Pedro

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Bajo la tolda del trinquete del Nuestra Señora de la Piedad, Pedro, cerrando los ojos con fuerza, buscaba en balde unas horas de sueño que lo aliviasen de la tarea pasada y de la que vendría al despuntar el alba. Sus manos, de campesino, callosas y de gruesos dedos, acariciaban el cinto de esparto picado que ceñía sus pantalones, una soga tan larga como su brazo y por cuyo extremo, en forma de anilla, pasaba el otro que acaba en un diminuto nudo.

Cuando la brisa y el vaivén de la nave estuvieron a punto de ayudarle a conseguir su propósito, un tumulto de risas y de pisadas lo sacó de la modorra que estaba empezando a apoderarse de sus párpados. Un escándalo que tan solo cesaba para dar paso a un cuchicheo al que seguía un tropel de carcajadas. Pedro pensó que aquella algarabía no iba con él, por lo que, volviendo a acariciar su cinturón, trató de desentenderse del bullicio.

—¡Pastor! ¡Eh, pastor! —volvió a gritar riendo uno de los oficiales que se había acercado hasta aquel rincón de proa donde se hacinaban los bisoños. Pedro supo que se refería a él. Y aunque por su inexperiencia ignoraba en qué acabaría aquella expedición nocturna, no presagiaba nada bueno por la hilaridad de aquellos jefes y, sobre todo, por el olor a vino que desprendían sus alientos.

—¡Eh, hideputa! —le susurró el otro oficial al tiempo que le daba una patada— ¿Es que estás sordo? ¡Levántate! Y ve a buscar a tu oveja en la cebadera—le dijo señalando la vela del bauprés.

Pedro apretó el puño. Pero Martín, otro de los mozos que, como él, se fue a las banderas a servir al rey, le puso la mano derecha en su brazo, ya presto para la pelea, al tiempo que, negando con la cabeza, le señaló la daga que el oficial ya acariciaba.

En parte porque la chanza había perdido su gracia y también porque debían dormir para enfrentarse, al día siguiente, a una tierra desconocida y salvaje, el otro oficial le dijo a su compañero que dejara estar aquello y que lo acompañase hasta el castillo de popa donde les aguardaba un confortable lecho. Una sugerencia que el alférez aceptó a regañadientes terminando de envainar su puñal con un seco chasquido.

Cuatro horas más tarde, los ciento veinte miembros de la tripulación del Nuestra Señora de la Piedad se adentraban en un sendero estrecho que les obligó a dividirse en grupos de tres o cuatro hombres. A doscientos metros de aquel erial se extendía una selva en la que el capitán preveía una emboscada, por lo que no se preocupó de preparar una defensa hasta llegar a ella. De hecho, los arcabuceros y ballesteros se encontraban dispersos entre los piqueros a los que pertenecía Pedro. Una despreocupación que también se contagió a los oficiales que en algunos tramos de la marcha iban solos o en parejas.

Quiso el azar que los dos alféreces que la pasada noche importunaron a Pedro, caminaran junto a él. Ambos oficiales tuvieron en cuenta las órdenes del capitán y se limitaron a marchar en silencio, dejando para la selva las instrucciones más severas que pudieran dar al bisoño pastor.

Pero a los diez minutos de marcha, de unos minúsculos montículos que circundaban el camino se levantó un griterío al que siguió una nube de flechas y de piedras. Dos arcabuceros, que flanqueaban a los dos oficiales fueron los primeros en caer, uno con la cabeza abierta de una pedrada y el otro con la garganta atravesada por un dardo. Cuando ambos mandos se vieron rodeados por cuatro de aquellos guerreros salidos de la nada, se percataron también de que el pastor había desaparecido de su lado. Sin embargo, antes de que pudieran reaccionar por su desaparición, oyeron dos restallidos parecidos a dos latigazos al tiempo que vieron como a dos de sus rivales les estallaban sus cabezas por el impacto de dos guijarros del tamaño de un huevo de gallina. Vázquez de Hinojosa, que así se llamaba el oficial que horas antes le pidió a Pedro que buscase su oveja en plena travesía, volvió la cabeza y, con la boca entreabierta y los ojos en blanco, vio al pastor que, con el dedo anular de su mano derecha en la anilla de su cinto, extendía este hacia uno de los nativos con la cabeza destrozada.

—Señor, —dijo Pedro—buscando la oveja por la que vos me preguntasteis, pensé que haciendo sonar mi honda la encontraría más pronto que tarde.

 

 

 

                                                


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