Fuese así una vez, la historia de un joven escritor que salió de su casa por primera vez, maleta en mano, postura firme y cabeza alta, dispuesto a llegar a la tenebrosa cumbre de los relatos y las poesías, lugar donde se reunían los sabios y artistas, intelectuales de la época y locos de atar, hogar de los hombres que no contentos con ser hombres, se transformaron en almas y espíritus. Comenzó a caminar por el, hasta ahora, tranquilo sendero y en tan sólo un día ya reposaba en la base de la colina, esperando relajadamente al amanecer para ponerse en marcha. Salió el Sol por el este, como era costumbre, y el novel retomó el camino, pero, al llegar, confirmó lo imaginable: cientos y cientos de esperanzas intentando subir, cada cual más rápido, a la cima de las letras, letras que, además de ser símbolos y dibujos, eran sentimientos, pasiones y creencias, eran la historia viva de un mundo en persistente decadencia. Así fue que el joven escritor decidió jugarse todos sus esfuerzos a una sola oportunidad, escalar la oscura y resbaladiza pared del escenario de bar y garitos de poesía, de modo que llegaría antes que nadie si la tragedia no ocurriera antes. Así, escribió poemas, relatos, cuentos y novelas, y, aunque su cuerpo cayó moribundo para desaparecer bajo tierra, su alma alcanzó la barbarie del éxito.
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