318 SUR 2 PARTE

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   Olor a alcohol y a desinfectantes impregnan el ambiente. Pinchazo en un brazo para extraer sangre, que pena, se escondió la vena, pinchazo en el otro—gracias a Dios—obtiene lo suyo.

 Deposita los insumos desechables usados en el recipiente correspondiente; metódica, rápida y precisa, seguro lleva muchos años haciendo lo mismo. Después, confirma que el goteo de los líquidos que le administran por la vena es el adecuado; cambia la bolsa del suero, toma la tensión arterial, la temperatura axilar, mide la saturación de oxígeno con un aparatico puesto en el dedo índice de la mano derecha, hace una anotación en una planilla abigarrada de garabatos y luego se marcha, con ese aire de aburrimiento que a veces tienen las personas que se creen muy importantes.

—Nos vemos—.

—Nos vemos, gracias—.

Esa misma tarde le informan que hay una habitación disponible en el tercer piso y que será trasladado allí apenas la pongan en condiciones. La esposa se queda con él para ayudar en los trámites y dejarle todo organizado. Parece que las múltiples recomendaciones de un lado y de otro dieron resultado.

  En la noche, lo instalan en un cuarto bastante decente; cama grande, sofá-cama, baño independiente, televisor y lo mejor; puede tener acompañamiento permanente. Recibe visitas restringidas de once de la mañana a cuatro de la tarde y es tanta la cantidad de gente que quiere saludarlo; que hay que turnarse para verlo por no más de media hora.

  Un mes después, como era de esperarse; solo la familia, algunos parientes cercanos y uno que otro amigo, siguen yendo a la clínica; aunque muchos  preguntan por él a diario. Ya estaba advertido, al principio el impacto del suceso hace que las personas se vuelquen solidarias, luego cada quien vuelve a sus actividades, a sus propias preocupaciones, a sus compromisos y la vida continúa: Como debe ser.

  Así son sus veinticuatro horas: Signos vitales en cualquier momento, la pastilla para los  dolores cada seis, la de los hongos a las ocho, la sangre del brazo a la media noche, cambio de la aguja de una vena a otra  cada tres días, buena comida de vez en cuando.

  Si está despierto, nadie viene; si quiere dormir, no lo dejan los pitos estridentes y el chirriar de las llantas de los carros en las noches de piques en la autopista norte; o un sinfín de ruidos en los pasillos, una mujer llora todos los días de tres a cuatro de la madrugada en un pabellón  frente al de él; o la chuzadora llega contoneándose y sonriente con su bandeja esmaltada llena de tubos y jeringuillas.

—A ver el bracito—.

  En el televisor de su habitación sólo entra  un canal y con rayas: Tele-ventas en las mañanas, predicadores gritones de lengua enredada por las tardes. Pidió un dispositivo para mejorar la imagen, pero se han demorado en traerlo.

De todo modos, cuando llueve—que es casi a diario—no hay señal.

—Qué cosa mujer, estoy jodido.

—Ay papi, dice la esposa con un suspiro.

 —Ay mami, la remeda él. Y se acuesta.

— Estoy cansado — ¿me arropas por favor?—

  La esposa solícita, lo cubre desde los pies hasta los hombros con una cobija liviana, de algodón,  que tiene dibujada una imagen de la virgen de Guadalupe; obsequio de su suegra, quien la trajo de uno de los santuarios, donde estuvo en una peregrinación.

  Después de tres semanas de quimioterapia intensiva, de someterse al dolor de las aspiraciones de médula ósea en ambas caderas, de las punciones en la columna para extraer líquido y administrarle medicamentos; llegan los efectos secundarios en forma de mareos, vómitos, diarrea, tembladera, anemia, defensas bajas; y además, debe pincharse  la yema de los dedos para extraer sangre, y  verificar en ella, los niveles de azúcar, antes de cada comida principal.

  El solo chillido de las ruedas que hace al llegar el carrito de la comida, le revuelve el estómago. Requirió de  varias transfusiones de glóbulos rojos y de  plaquetas; en más de una ocasión debieron administrarle morfina ya que los analgésicos convencionales no disminuían la intensidad de los dolores. Una vez estabilizado, los doctores consideraron que podía ir a recuperarse en su casa.

  Necesita ayuda para sostenerse en pie, cualquier esfuerzo por pequeño que sea le causa fatiga, sudoración, visión borrosa; siente que el mundo no se está quieto. Todo un guayabo terciario, pero sin el disfrute previo, ya que ni el metotrexate ni el rituximab ni la citarabina y menos la mercaptopurina; tienen buen sabor, dice  él con humor negro.

    La expectativa de ver a su familia le produce inmensa alegría, sobre todo abrazar a su Mathi, comerse un arroz de palitos (fideos), su preferido, oler el mundo, saborearlo.

  El papeleo para su salida le parece interminable y se desespera pensando que pueda haber una contraorden de última hora, que lo obligue a quedarse más tiempo hospitalizado.

   Se va de la clínica de noche, casi en puntillas y sin despedirse; rogándole a Dios para no tener que regresar. Sabe que eso es imposible, pero se vale soñar y nadie te cobra por eso.


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