La ciudad nocturna le hace guiños desde los postes del alumbrado público y las luces de los carros que pasan raudos parecen saludarlo; los semáforos en verde facilitan el tránsito por la 68hacia el sur, desvío por la Avenida de las Américas al occidente hasta la plaza de abastos; nuevo giro por la carrera 80 hasta Bosa Centro, autopista sur, oreja a la derecha para subir el puente en la avenida Terreros, cinco minutos para llegar a la glorieta de San Mateo, un corto tramo de vía destapada; y feliz en casa.
El niño se sorprende de verlo, abrazados, los dos hablan en voz baja por un rato, de hijo a padre; cosas de hombres. Vuelven los días de querer dormir hasta tarde, pero la larga y aburridora estancia hospitalaria le ha cambiado algunos hábitos.
Dándole rienda suelta a su afición; cocina sencillas recetas, come bien, casi con gula; la risa le brota fácil. Y las pequeñas tareas caseras; recoger al niño en el jardín, oírle sus inteligentes ocurrencias, su lenguaje y salidas de persona mayor, ayudarlo a recortar y pegar la letra E en su cuaderno de pre-escritura, — ¿se imaginan?—eso sí que es vida.
Domingo en la mañana: Misa en la iglesia del barrio: El cura da un sermón a los maridos descarriados, almuerzo donde sus suegros, y a las cuatro de la tarde está de nuevo en su casa echándose un motoso. Vigésimo séptimo día de asueto hospitalario.
El timbre de su teléfono lo despierta. No puede evitar un estremecimiento de angustia cuando lee en la pantalla del aparato, el nombre de la doctora Syrya; una de las médicas que han estado al tanto de su tratamiento. Lo deja sonar hasta que aparece la equis roja titilando bajo el letrero de llamada finalizada, pero enseguida; la luz inunda la negra pantalla y la urgencia de un nuevo timbrazo lo obligó a contestar.
—Espero que sean buenas noticias, dijo sin saludar.
—No, no son todo lo buenas que quisiéramos—la doctora tampoco saludó; y agregó en tono más bien áspero: Debe volver a la clínica cuanto antes, ojalá hoy mismo; porque debemos continuar el tratamiento lo más pronto posible; ya tiene su habitación asignada, así que aquí lo esperamos. Colgó.
Qué dolor. En la sala de su casa, están súbitamente en silencio; su madre, su esposa y su hijo, expectantes; oyeron parte de la conversación. Entra y les cuenta los detalles. Imposible contener las lágrimas. El pequeño parece asustado y los mira sin entender.
—No quiero dejar de ver a mi hijo tanto tiempo, sé que él me extraña mucho; no iré, no soy capaz.
—No digas eso— habla la madre: —Irás.
Y la esposa: —Todos sabíamos, incluso tú, que esto podía suceder; era una probabilidad no deseada, pero por eso, no menos cierta.
—Pero no quiero, ¿cómo se lo explico al niño?
—Encontrarás la manera, y él entenderá, no te angusties por eso. Los bracitos en el cuello del hombre, — papito no te vayas, tú lo prometiste, no iré al colegio para quedarme contigo y cuidarte—.
Sorteando el trancón de las ocho de la noche en la autopista norte, va de regreso a la clínica, hoy las luces del entorno le parecen tristes, sin brillo; lo acompañan sus padres y su esposa, todos en silencio. Hacen los trámites correspondientes para su ingreso, otra vez el papeleo exasperante; pero se arma de paciencia, y a la media noche, lo autorizan a ocupar el cuarto asignado.
Un corrillo de enfermeras lo espera en el piso donde había estado hospitalizado, se muestran sinceramente extrañadas por la vuelta tan rápida; él ha sido un buen paciente, y así se lo hacen saber.
—Don Joseluis— no lo esperábamos tan pronto.
—Hola niñas— saludó con desgano.
La habitación 318 sur; aseada y esterilizada, estaba otra vez disponible.
El viernes 10 de junio de 2016, a las 4:30 de la mañana, terminó la lucha de jóse por su vida. Su madre estaba con él.
Dos años de ires y venires, de incertidumbres, temores y angustias en vano. Una historia sin final feliz, una herida que duele sin saber dónde; una inmensa sensación de desasosiego y desamparo.
Adiós hijo.
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