Desolación

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El silencio era absoluto. Los coches pasaban por la carretera; los pajarillos, alegres por la llegada de la primavera, revoloteaban y piaban con una felicidad indescriptible. Los niños jugaban en el parque, chillando, persiguiéndose, manchándose, riéndose... El viento, con un movimiento suave y grácil, movía las hojas de los robles de la calle, uniéndose en melodía con el canto de las aves.

Pero él no oía nada. Esos sonidos no tenían significado alguno para él. Estaba vacío, el ambiente estaba vacío. Hacía frio. Mucho frío. Por más que se hubiese tapado con la manta, después de abrocharse la chaqueta, no conseguía combatir el frío. Penetraba entre todas las capas que llevaba puestas; a pesar de que todas las ventanas de la habitación estaban cerradas, el frío seguía invadiendo la estancia.

¿Qué pasará ahí fuera? Su mente le ponía esas preguntas, pero no tenía deseo alguno de averiguarlo. El exterior le parecía aburrido, soso, sin interés. Nada había ahí fuera que le llamara la atención. ¿O sí? ¿Qué sabía el? Sólo quería permanecer sentado, absorto en su habitación gélida.

Las manecillas del reloj avanzaban; podía ver el movimiento que trazaban. Pero el tiempo no pasaba. Ese tiempo, antaño inexorable para el, se había convertido en algo estático, inmóvil. No avanzaba. Por más que su mente lo deseara, era inútil. ¿Quería realmente que pasara el tiempo? ¿O tal vez prefería que no avanzara en absoluto? ¿Que el mundo parara? Ése era su anhelo, mas se le antojaba imposible. ¿Quién controla el tiempo? Él no.

Sus ojos apenas distinguían los objetos de la sala. La luz se veía obstruida por las persianas bajadas, de forma que reinaba la más absoluta oscuridad. De todos modos, se sabía aquella habitación de memoria. Los cuadros (vacíos) que colgaban de la pared, las estanterías (vacías) con libros (vacíos) a su derecha, la puerta en el rincón enfrente suyo... Todo vacío. No llevaban a ningún sitio. Nada le era de utilidad en aquel momento. Todo estaba vacío.

Pensamientos impensables aparecieron en su mente. No, estate quieto. ¿Por qué haces esto? Sabes que no debes hacerlo. Pero es inevitable. Al contrario que el tiempo, estático e inmóvil, su mente seguía trabajando.

Una sensación extraña se apoderó de su cuerpo. No le gustaba para nada. Era cruel, despótica. Le estaba sometiendo, lo sentía. Intentaba resistirse, pero era inútil. En contra de su voluntad, cedió ante la sensación. Se fue adueñando de su cuerpo, con lentitud. Iba despacio, pero podía sentir como le recorría el cuerpo.

¡Ya! Se había adueñado de su cuerpo. Ahora sentía todo. Los niños, los pájaros, los coches, el viento. Las manecillas del reloj. El tiempo volvía a pasar. Y entonces recordó todo. Lo recordaba todo. Se dejó llevar por la sensación. Se sentía cada vez peor, las sensaciones le abrumaban. Se agobiaba. Pero ya estaba. Volvía a sentir. Sentía sus dedos. Sentía sus piernas. Sentía su respiración. Sentía las lágrimas que corrían por sus mejillas.


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