El salón de plenos del ayuntamiento de Taulaetes del Penjat, un diminuto pero orgulloso pueblo del norte de Valencia, apenas bastaba para dar cabida a tan egregias y numerosas personalidades como las que se habían reunido allí el primer miércoles del mes de julio. Los principales empresarios de la comarca, el Delegado del Gobierno, el Subdelegado del Gobierno, varios cardenales, el párroco de la principal parroquia y todos los concejales del principal partido del pueblo así como sus respectivas esposas se disputaban los escasos cincuenta metros cuadrados de la principal sala de la casa consistorial encajados en las sillas que los ordenanzas habían dispuesto para el evento.
Faltaban tan solo diez minutos para que comenzase el acto en el que se premiaría a los empresarios más audaces y emprendedores de la provincia, y los acreedores a dicho reconocimiento tragaban saliva con el propósito de mitigar los nervios por la inminencia del homenaje. Uno de ellos era Luis Pastor Quirant, propietario de PALABUCHACA, empresa dedicada a la venta por teléfono de lotes de vino envasados en tetrabrik. Luis había logrado quintuplicar sus ingresos gracias, en parte, a la abnegada dedicación de sus empleados, los cuales pasaban horas y horas tratando de convencer a sus clientes de las bondades de dichos licores y también de las de los botes de melocotón en almíbar que completaban los lotes. Obviamente, la factura de la conferencia telefónica corría a cargo del cliente el cual la pagaba más o menos gustosamente junto a los cincuenta euros de los dos cartones de tinto de mesa y el tarro de fruta en conserva. Pero en mayor medida el éxito de Luis así como del resto de aspirantes que concurrían a aquel reconocimiento se debía al hecho de que sus trabajadores habían superado, gracias, todo hay que decirlo, a la actual reforma laboral, esa falsa creencia de que el trabajo era una especie de garantía para conseguir una casa, un coche o permitirse el lujo de tres comidas diarias. El trabajo no era otra cosa que un puente hacia el éxito de la empresa, y la imagen de ese éxito, de ese triunfo, no era otra que la del principal representante de la empresa: el jefe. Verlo impecablemente vestido de Dolce y Gabbana y a los mandos de un deportivo o degustar con elegancia una suculenta mariscada, era la mejor recompensa, y la más sensata, para cualquier trabajador.
Fue en el instante en el que unos estridentes zumbidos dieron paso a unos golpes de micrófono cuando el alcalde se aproximó al sillón presidencial. «Buenos días», dijo tras dar unos golpecitos en el micrófono. Las decenas de sonrisas de los asistentes fueron la muda respuesta a su saludo. «A continuación vamos a proceder…», y el discurso de la máxima autoridad de Tauletes del Penjat se interrumpió por la irrupción de un extraño ser.
Ninguno de los presentes pudo ponerse de acuerdo en la descripción de la apariencia de tan extraña criatura. Para algunos se trataba de una especie de gorrino en miniatura de color verde fosforito. Para otros, en cambio, lo que entró en el salón de plenos no era otra cosa que el resultado de un experimento fallido de laboratorio cuyas consecuencias no eran otras que un híbrido de rana y mono provisto de una boca de casi ochenta centímetros de diámetro, dientes amarillentos y lengua idéntica a la de una jirafa. Pero en lo que todos coincidieron fue en que aquel monstruillo, justo en el momento en el que uno de los ordenanzas sacó su teléfono móvil y le hizo una fotografía, se puso de espaldas al respetable auditorio y expulsó una ventosidad tan repugnante que desató un caos entre los asistentes. Los cardenales vomitaron; las esposas de los concejales, pateando de puntillas, lloraron; y todos vociferaron. Bueno, todos, no. Nadie pudo dar fe de lo que hizo o dejó de hacer el alcalde, pues antes de que nadie pudiera darse cuenta había desaparecido.
Sin embargo, alguien me contó, días después, que el secretario del ayuntamiento, que era amigo suyo, le contó una conversación telefónica que, según afirmaba, mantuvo el primer edil de Tauletes del Penjat con alguien cuya identidad todavía, a día de hoy, no ha sido revelada. Conversación, más bien, monólogo del alcalde, que transcribo a continuación por si sirviese para arrojar alguna luz sobre el extraño caso de esa criatura.
«—Sí, soy yo. (…) Sí, todo ha pasado como me habías dicho. (…) Bueno, que ese desgraciado sea ordenanza de mi ayuntamiento y se haya llevado el premio por cazar el MARRANEMON no creo que sea ningún problema, ¿no? (…) Lo que acordamos: cincuenta mil euros para mí y las acciones que me prometiste que, por cierto, me ha dicho un pajarito que se han revalorizado un trescientos por cien. Vamos, que os habéis cargado al mamarracho ese de los japoneses que solo es visible a través de los teléfonos».
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