Había una vez una flor hermosa.
La más bella del jardín, desprendía el mejor olor.
Sus colores eran vivos, cuando los rayos de sol se reflejaban sobre sus pétalos desprendía una luz radiante.
Era tan hermosa, que todos querían verla y olerla. La flor se sentía feliz de ver que hacía a la gente feliz, era feliz solo con procurar buenos momentos a las personas.
En vista de ello, decidió ir más allá, y se esforzó aun más por desprender el mejor olor, y por ser más hermosa aún. La gente la admiraba cada vez más, lo que motivaba a la hermosa flor.
Sin embargo, la gente se acostumbró a su olor y su color, y por más que se esforzaba la flor, la gente ya no disfrutaba, y por ello exigían aún más a la flor.
La hermosa flor con tal de hacer feliz a la gente se esforzaba aún más, pero la gente le seguía exigiendo más. La pobre flor ya no podía más, y se sintió desmotivada, cansada, frustrada. Comenzó a perder el interés por ser la más hermosa y por tener el mejor olor. ¿Para qué? Decía, a nadie le importa.
Y así, la flor se fue marchitando poco a poco. Dejó de ser la más hermosa, ya no desprendía el mejor olor, ya casi ni tenía pétalos en los que se podía reflejar la luz del sol. Estaba triste, se sentía mal.
Un día, un niño vio a la flor, y dijo ¿Por qué una flor tan hermosa está tan marchita?, la flor al oír al pequeño, se sintió mejor. Y pensó, ¿Por qué me he dejado marchitar?
La flor pensó y se dio cuenta de que no podía contentar a los demás, que cuanto más ofrecía más le exigían. Mientras pensaba en ello, se vio reflejada en un charco y al verse se dijo, no puedo seguir así, quiero ser hermosa, pero solo para mí.
La flor comenzó a pensar lo muy hermosa que era, lo mucho que valía y cuanto más pensaba en ello, más hermosa se ponía. Con el tiempo comenzó a desprender el mejor olor, y finalmente volvió a ser hermosa, pero con una salvedad, ya no se esforzaría más para contentar a los demás sino a ella misma.
Con el tiempo la flor entendió que si ella se valoraba y se amaba, los demás lo harían sin necesidad de esfuerzo.
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