Javier, que hasta entonces había estado jugueteando con el ordenador y el teléfono, se llevó las manos a la cabeza cuando el suelo del centro social tembló a consecuencia de la explosión que se produjo varias manzanas más abajo.
Durante las cerca de dos horas que llevaba en aquel local, el aburrimiento había empezado a hacer mella en él. Ni los avisos de nuevos mensajes que aparecían en la pantalla del PC ni el estridente timbre del teléfono de la mesa del ordenanza, lograron, tras tanto tiempo, llamarle la atención. Al principio, cuando el funcionario del Ayuntamiento le cedió aquella mesa presa de nerviosismo para emprender una precipitada carrera, aquellos artilugios le parecieron unos juguetes puestos a su servicio por obra y gracia del destino. Pero ciento veinte minutos oyendo la señal de aviso de mensajes nuevos o las llamadas perdidas que los compañeros del funcionario huido le hacían desde otros centros sociales y museos fueron el detonante para que su ya de por sí naturaleza nerviosa se desquiciase aún más. Una irritabilidad que llegó al paroxismo cuando los cristales del local saltaron en mil pedazos a causa de la explosión.
Luego llegó él. Era moreno, delgado y chapurreaba un castellano parecido al que los humoristas de la televisión imitaban para hacerse pasar por lo que ellos llamaban “paisas”. Javier no se inmutó siquiera, pues, tal vez, los efectos de la explosión lo habían dejado algo aturdido. Pero fue la segunda vez que el intruso dijo algo así como “te voy a matar” tras un “Allahu akbar”, cuando entornó la mirada y echó mano a unas tijeras que habían bajo la mesa.
A partir de aquel instante, Javier siguió igual o incluso más tranquilo de lo que ya estaba. Pero sus manos llegaron a moverse a tal velocidad que ni siquiera fue capaz de ser consciente de cuanto hacían. Lo único que llegó a recordar fue que agarraron la derecha de aquel insensato que, casualmente, sostenía un AK 47. La siguiente imagen que podía evocar tras aquello fue la mano derecha del intruso que, ya sin dedos, pues estos se encontraban sobre la mesa, se agitaba de forma convulsiva mientras su dueño volvía a gritar “Allahu akbar” pero en un tono más parecido al de un cerdo al que estaban degollando.
Javier, con los oídos destrozados por el estallido de la bomba, no pudo soportar los chillidos del intruso que, en vano, se llevaba aquellos muñones tratando de tocar en balde algún resorte del cinturón que portaba. Y presa de un ataque de desesperación, hundió las tijeras en el cuello del visitante para desplazarlas en un rápido y eficaz movimiento hacia su derecha.
Apenas había terminado de acabar con la vida de aquel sujeto, cuando Javier oyó una rara mezcla de sonidos que, después de unos segundos, pudo identificar como dos sirenas. Una de ellas era la de un coche de la Policía; la otra, la que le era más familiar, era una ambulancia.
—Hola, Javier. ¿Te vas a portar bien? —le dijo un hombre de unos treinta y cinco años corpulento y vestido con bata blanca.
Javier asintió humilde con la cabeza entregando su brazo al enfermero para que le inyectara el tranquilizante cuyos efectos ya conocía. El sanitario le guiñó un ojo como respuesta y volvió la cabeza hacia los policías que habían entrado junto a él para examinar el cuerpo del islamista que yacía degollado a sus pies.
—No hay nada como un poco de cariño y un buen Trankimazín para ciertos casos, ¿no os parece? – le dijo el enfermero a los agentes con una socarrona sonrisa.
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