La habitación de la experiencia

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Sus brazos consumidos me abrazan y su boca me da tantos besos que pierdo la cuenta. Percibo ese olor que caracteriza a todas las mujeres como ella, ese olor que siempre me trasladará a los momentos vividos juntos: sus besos en la frente para despertarme, sus caricias para adormecerme, las tardes jugando a las cartas…

Me invita a que me siente en su sofá y a que coma algo. Ante mi negación, su insistencia acaba por hacerme aceptar su propuesta de prepararme su receta estrella: pan con aceite y azúcar.

Mientras me lo prepara, que tarda lo suyo, miro a mi alrededor. Un suelo marcado por el paso de los años y un reloj de pared de los que hace tic-tac. Personalmente me pone nervioso ese sonido que tantos años ha vivido, que tantas historias ha escuchado y ha tenido que callar, que tanto ha visto y que tanto ha olvidado. Me intranquiliza, me angustia, porque sé que algún día ese péndulo cesará. Y cuando esto pase, todos los años, todo el empeño, todas las historias, las vivencias, las sonrisas y las lágrimas caerán en el olvido. La habitación de la experiencia y de toda una vida quedará cerrada con una llave que nunca más encontraremos. Pero yo siempre tendré ese olor indescriptible, con el que podré acercarme un poco más a ella, a sus besos y a sus consejos.

Y es que no hace falta que os cuente nada, porque todos hemos ido notando que esa maldita llave estaba cada vez más cerca de la cerradura de la habitación de nuestras abuelos o abuelas, de la habitación de la experiencia.

Por todos ellos, por lo que han hecho y/o por lo que les queda por hacer.


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