Rodeado, sin escapatoria posible. Abatido, ya sin fuerzas, de rodillas. El uniforme destrozado, el casco en el suelo, completamente desarmado. Continúan las explosiones, imposible individualizarlas, llegan sus ecos de todos lados. La idea de rendirse lo asalta constantemente, ya no le queda nada por hacer, simplemente entregarse.
La decisión está tomada. El sargento se sienta y espera.
Un lejano susurro de auxilio lo estremece. No está solo, alguien pide ayuda. Sería una actitud canallesca desoír aquella voz. Tantos años de servicio, tanta experiencia, tantos encontronazos con la muerte y rendirse dejando abandonada aquella pobre alma penante. El valor que marca a un héroe le inyecta el coraje perdido, se pone de pie y en la niebla misma, iluminado por el fuego sale en busca del desamparado.
Recoge aquel cuerpo joven herido y avanza, sin nada más que su voluntad. A cuerpo gentil desafían el ataque. Un esfuerzo final, cruzar la última línea de fuego.
-¡Por esto soy quien soy! –se recuerda a viva voz el héroe al tiempo que atropella con su humanidad y derriba la puerta en llamas.
Los vecinos aplauden. Un bombero desconocido y heroico salvó a la pequeña.
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