El lugar que nos amaba
Por La niña estrella
Enviado el 10/08/2016, clasificado en Cuentos
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Yo vivía en una ciudad. Una de esas grandes y prósperas que parecen estar a salvo de todo, como si nada pudiera destruirla... ni siquiera los que vivíamos en ella.
La ciudad nos soportaba como un mal menor pero desde luego no nos quería en absoluto.
Mi casa, o debería decir “la casa de mis padres”, estaba situada en el, así centro,en una calle empedrada del casco antiguo. Desde pequeña me acostumbré a sus olores hasta el punto de llegar a pensar que el mundo era mi calle.
El hechizo se rompió cuando comencé a ir a la escuela. Sin embargo esto no me separaba más de dos calles de la mía, así que el mundo se amplió esas dos calles.
La ciudad y yo nos ignoramos mutuamente muchos años. En ellos se fraguaron muchas cosas ajenas a nosotros... pero continuábamos con nuestro día a día.
Cuando cumplí 8 años mi abuelo me llevó a aquel lugar. Salíamos de la iglesia y cogiéndome de la mano dijo:
- Ahora ya eres mayor... quiero que conozcas mi lugar preferido.
Y caminamos mucho. Aceras. Semáforos. Esquinas. Yo me sentía orgullosa de conocer el lugar secreto de mi abuelo. Y de pronto se paró. Allí estaba. Una enorme filigrana de piedras engarzadas que tenía al sol atado al mástil de la bandera, allí arriba.
- Este es el único lugar de la ciudad que nos quiere, que desea que estemos aquí – dijo sin mirarme.
Sobre la puerta pude leer “BIBLIOTECA NACIONAL”. No entendía aún el significado de nación pero sí la otra palabra. Significaba que allí había libros.
Mi abuelo decía que los libros son pensamientos agarrados a hojas de papel y que, gracias a ello, son sagrados.
Por eso la biblioteca era un templo, aunque no alzado a un dios desconocido (bondadoso o malvado) sino al dios en nosotros mismos. Al dios del pensamiento, la sabiduría la humanidad... todas las formas bajo las que el hombre conoce el amor.
A través de los años descubrí a Shakespeare, a Neruda, a Calderón... a cientos, a miles de seres humanos gracias a las palabras que dejaron pensando en mí.
Aprendí.
A veces creo que fui la única.
Las cosas cambiaban. Las calles ya no eran seguras. El ejercito marchaba dando taconazos en las piedras del camino y la ciudad temblaba a veces cuando creía que todos dormían. Lo que los gobernantes denominaban “ligera inestabilidad política”, los más ancianos del lugar lo llamaban “guerra civil”. Así empezó todo.
Quizás la ciudad nos contagió su aparente seguridad o quizás es que éramos lo suficientemente estúpidos como para creernos a salvo. Para creer que nada es insustituible, que todo puede ser hecho de nuevo... hasta la noche en que quemaron la biblioteca.
La ciudad se estremeció, de pronto sentimos una ráfaga de aire frío en las entrañas.
Mi abuelo lloró. De sus labios se escapaban las palabras como un aliento.
- ¿Quién nos amará ahora que estamos solos?.
De pronto todos comenzamos a sentir un peso en el alma, presionando en el pecho desde fuera.
Aún hoy resuenan en mi cerebro aquellas palabras:
- Ahora estamos realmente solos.
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