Es un sentimiento que puede destruirte. Te manipula desde lo más profundo y te vuelve indeciso ante situaciones trascendentales de nuestra vida.
El orgullo puede llegar a controlar gran parte de nuestros actos, hacernos tomar caminos erróneos y decisiones incorrectas e impedirnos disfrutar de placeres que tenemos delante de nosotros mismos.
Por orgullo dejas de decirle a esa persona a la que amas "te quiero", por orgullo no eres capaz de pronunciar un "perdóname" a tu hermano con quien discutiste por cualquier tontería, por orgullo pierdes la amistad que te unió durante tantos años a ese amigo de la infancia.
¿Quién no ha dicho alguna vez no pienso hablarle hasta que no lo haga él primero? o ¿quien no ha sentido alguna vez su orgullo pisoteado, hecho trizas?
El orgullo es, con razón, uno de los siete pecados capitales. Es peligroso por sí mismo y totalmente destructivo si va ligado a otros sentimientos tan negativos cómo son los celos, la ira o el rencor.
Sin embargo, también podemos usar el orgullo de una forma positiva. Podemos sentirnos orgullosos de nuestros logros, de nuestros hijos, de la vida que podemos construir para ellos, y de los retos que nos proponemos y que conseguimos superar. Sintámonos orgullosos de nuestro trabajo, de las palabras que escribimos y que brotan de nuestra mente desbordante.
Es inevitable experimentar el orgullo malicioso en algún momento puntual de nuestra vida, pero lo verdaderamente importante es que este no condicione nuestras acciones y, en cualquier caso, siempre podremos sentirnos orgullosos de rectificar.
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