Escribo. Sin planes, sin guion, sin idea.
Escribo a pelo, sin ponerme el salvavidas y sin casco protector.
Escribo porqué me lo pide el cuerpo. Que en realidad está mal expresado porque el cuerpo no te pide nada. Te lo pide la mente y todo está en la mente.
En el puñetero cerebro.
En ese blandito disco duro que es el universo que reposa ahí arriba protegido por el cráneo.
Ahí permanece con sus curvitas, con su textura blandita y blanquecina, con sus pliegues.
Todo el amor, el dolor, alegría... todo está ahí, en el disco duro-blandito.
En el espacio craneal sobre los ojos.
Ahí reside el todo. Lo que somos y lo que hemos sido se reduce a nada tangible.
Somos tan solo un cuerpo que sin esa masa blandita en la azotea no serviría para nada.
Mamá murió el día en que su cerebro dijo basta.
Su cuerpo estaba ahí, como siempre. Pero no como siempre.
Y es que su cerebro dijo hasta aquí he llegado y se agotó antes de tiempo. Se paró.
No se para el corazón sin la orden previa del cerebro.
Mamá tumbada sobre la cama de la UCI, pero en realidad ya no estaba.
Solo permanecía su cuerpo, y ni siquiera era ya su cuerpo porqué ya no pertenecía a nadie. Era un cuerpo sin vida.
Y, todo su mundo, lo que fue, lo que vivió, todo lo experimentado.
Sus deseos sus ilusiones, sus pequeños complejos, todas sus asignaturas pendientes. Sus virtudes y defectos, sus pasiones...
Todo, absolutamente todo lo que era y lo que fue. Desapareció y ese todo se fue a ninguna parte.
Todo un universo que se apaga así sin más. Sencillamente.
Un final. Un cuerpo que fue, que experimentó, que sintió...
La muerte del disco duro-blandito se apagó.
¿A dónde se fue esa energía?
Al mismo sitio que se va la energía de una pila agotada.
Se usó, y se usó. Y al final un día se acaba.
Buen viaje a ninguna parte mamá.
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