El soldado Nataniel se puso a disparar como un loco. Le disparaba a la tierra, a los bichos que salían de ella. A las hojas muertas. A cualquier cosa que estuviese a poca distancia de los pies.
Hasta que alzó la mirada.
Entonces vio a los otros soldados. Jóvenes como él. Todos quietos, asustados, sorprendidos. El sargento masticaba chicle, pero también estaba a punto de dejarse cagar en los pantalones.
Y mirando a la cara de sus amigos volvió a disparar. Dos se echaron a correr. Otros obedecieron la orden del sargento. “¡Cuerpo a tierra!”. Unos cuantos no sabían lo que hacer, así que se quedaron allí, de pie, inmóviles, petrificados, blancos.
El sargento apuntó hacia Nataniel. Esperó a que dejara de apretar el gatillo del arma. Al final lo hizo.
“¿Y ahora qué, maldito cabrón?” “¿Qué voy a hacer contigo?” “¿Te mato ya?” “¿Espero unos minutos?” “¿Tienes algo que decir?” “¡¿Y ahora qué, maldito?!”
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Cuando pasan siete años y dejas de ser soldado y te conviertes en el líder de un partido político con aspiraciones de gobernar, el soldado que disparaba como un loco ya no estaba loco. El soldado en realidad había llevado a cabo una acción heroica. Mereció la medalla y ya la tiene. Aquellos minutos ya estaban reflejados en los libros de historia. “La hazaña del buen soldado Nataniel”.
Y en todas las entrevistas nacía la misma pregunta. Le pedían que narrara el episodio. Y sus compañeros decían lo mismo. Y el sargento, que a punto estuvo de volarle la cabeza, también aparecía en la tele y en la radio y habla en los periódicos. Todos decían lo mismo. “Nataniel es un valiente” “Nataniel es un patriota”. “Nataniel es un defensor de las libertades”. “Nataniel representa al pueblo”. “Nataniel es nuestro presidente”.
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En los dos mandatos de Nataniel se creó mucho empleo, se mejoró el sistema democrático, bajó el índice de pobreza, se fortalecieron las relaciones diplomáticas, comerciales y culturales con otros grandes países. Nataniel, aunque fue propuesto, no recibió el Nobel de la Paz. Sí le entregaron premios, distinciones, muchos honores. Rivalizaba con el Papa en popularidad; con deportistas y actores. Se convirtió en el mejor embajador de los cambios en el mundo.
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Como pasa siempre, algún periódico lo investigaba. Y, nada, claro. Alguna televisión entretenía con la aparición de personas que discrepaban de su política. Intelectuales escribían libros, daban conferencias. Dos películas se realizaron que intentaron emborronar un poco su imagen. “Soldado en retirada” y “¿Qué pasó en tierra quemada?” Las dos fracasaron en taquilla, dentro y fuera del país. Aunque, todo hay que decirlo, no eran malas películas. Por ejemplo, “Soldado en retirada” mereció premios en importantes festivales, Globos de oro y nominaciones a los oscars. Y lo mismo pasó con “¿Qué pasó en tierra quemada?”, de la que su protagonista, un joven actor casi desconocido, recibió el aplauso de la crítica y se convirtió en una nueva cara a tener en cuenta para futuros proyectos.
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Nataniel, alejado de la política, se dedica a cuidar de su jardín. Tiene una hermosa casa. Una maravillosa familia. Escribe artículos, ofrece charlas, conferencias, acude a seminarios, visita países, realiza labores humanitarias. A veces recibe el encargo de apaciguar los ánimos de los demonios.
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Un día tuvo una mala idea.
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Se puso en contacto con sus compañeros de armas. Los llamó. Y los invitó a comer. Los invitó a pasar el día. Eran siete.
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El sargento E., trabajaba en una sucursal de una importante entidad financiera. Le iba bien. Los soldados P., L.,C.,F.,S., y T., también trabajaban, tenían familia, habían triunfado cada uno en lo suyo y no se quejaban.
En el jardín, Nataniel les preguntó por lo sucedido aquel día. Quería escuchar lo que recordaban del incidente. “Vamos, sin miedo, os lo ruego. No quiero boberías. Solo quiero la verdad. ¿De verdad creéis que soy un héroe? No digo que valoréis mi paso por la presidencia del Gobierno; no, eso no es lo que os estoy pidiendo. Lo que os estoy pidiendo es que me digáis si en la guerra, aquel día, cuando disparé, de verdad hice lo que ellos dicen que hice. ¿Ganamos la guerra y dejó de morir mucha gente porque me puse a disparar como un loco? ¿Eso fue todo?”
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El sargento se puso en pie. “Señor”. Y sacó una pistola. Los soldados también se pusieron en pie. “Señor”, repitieron. Nataniel permaneció sentado. Mirando a sus compañeros.
“Yo todavía mantengo las ganas. Las mismas ganas. Las ganas de matarle por el rato que nos hizo pasar, señor”. Y todos dijeron lo mismo.
“Pues adelante. Que de una jodida vez termine esta puta guerra”.
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El cuerpo agujerado de un hombre después de recibir treinta, treinta y cinco o casi cuarenta impactos de balas es un triste espectáculo incluso para las moscas, pero nunca lo es para una cámara de televisión.
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Bonito entierro.
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Los siete ejecutores fueron condenados a cadena perpetua. El sargento ingresó en un psiquiátrico.
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“Atentos a la respuesta de la democracia”. Fue el titular de El País al día siguiente. “¡Asesinos!”, tituló El Mundo. “España llora”, enfatizó ABC. Y un periódico local tituló: “¿Por qué?”.
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El soldado Nataniel respondió después de que el sargento dejara de preguntar. “Máteme, por Dios. Máteme. Quiero que me mate, sargento. Ya no me quedan balas”.
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Nataniel vivió todos esos años anhelando la muerte. Un disparo. Una puñalada. Un desastre natural. Un atentado terrorista. La muerte natural. Morir en la cama mientras dormía, mientras jugaba al fútbol o caminaba por las tardes. Nataniel estaba en guerra. Siempre permaneció alerta. Así que, la única solución pasaba por solicitar el apoyo de sus camaradas. Y ellos no fallarían. Responderían. Cumplirían con la orden. Aunque no era en realidad una orden. Era una súplica. Había que terminar con la guerra. Había que abrazar la paz. Dejar de soñar con ella. Conquistarla. ¡Derrotar al enemigo!
Nataniel: Regalo del Señor.
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