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Puebla de los Cuervos
Por Ravelo
Enviado el 18/08/2016, clasificado en Amor / Románticos
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Me cuentan que anoche murió L. A.R. No lo echaré de menos. Su mujer está feliz. No puede, claro, enseñar la alegría, pero los ojos dicen otra cosa.
Aunque se mueve lenta, cabizbaja, sin comer nada, el coño lo tiene húmedo, la cabeza está viviendo una orgía lésbica en la que participan y se alimentan las maduras del barrio.
Todavía sigue recibiendo el pésame de los gilipollas que no se cansan de repetir que eran amigos del fiambre. Ella pone la mano y luego recibe el beso. Se marchan para no regresar.
A las cinco sale su único hijo del instituto. Otro que en la calle camina como una tortuga condenada a morir en un plato para sopa. Cuando cierra la puerta ya está empalmado. Se desnuda y llama por teléfono a su chica. Ella al otro lado también está en cueros. Los dos se pajean y se corren. No comen.
¿Quién era L.A.R.?
Nació en Puebla de los Cuervos el 14 de diciembre de 1926. Llovía. El viento se llevaba en la calle todo lo que encontraba. La madre casi murió después de parir. El padre esperaba fuera de la habitación con el hermano, la abuela y el abuelo de la criatura.
En el interior de la habitación la parturienta con una amiga tan ducha en sacar hijos del coño como en investigar la rabia.
Pasaron los meses y luego los años. L.A.R. se crió con besos, caricias, felicitaciones, buenos gestos y escasos gritos. Pero él, -a veces pasa-, llevaba en el hígado la mala leche de la puta madre que nunca lo parió pero que lo invadió de odio en no se sabe qué momento de la gestación.
El padre de L.A.R. murió arreglando un ropero. No se perdió gran cosa, pero lo cierto es que lo encontraron dentro del ropero con la cara blanca, los ojos asustados y la boca llena de clavos.
Un año después se fue a tomar por culo la madre. La hallaron en el baño. Desnudita y sin sangre.
L.A.R. se quedó solo. Ya era libre. Nadie lo molestaba. Estudiaba, trabajaba, comía y se metía en peleas para mordisquear las calles.
Se ganó la fama de hombre apestado. Peligroso como las uñas de un ginecólogo, austero como los romanos en sus excursiones imperiales, fanático como los cuervos en un camino de cabras desorientadas. A nadie saludaba, a nadie debía nada, a nadie necesitaba para odiar.
Hasta que una noche llegó a Puebla de los Cuervos una familia con una hija fea. Tenía las tetas más grandes que un fulano en el infierno había visto en su puñetera vida. L.A.R. se entusiasmó con las tetas de Esperanza Elipe. Una semana la tanteó.
Cuando follaron, la polla creció en la garganta de Esperanza. De las tetas se alimentó durante meses. Del coño se comía los pelos, y cuando ella palidecía y pedía algo que llevarse a la boca para no desfallecer, L.A.R. le daba rodillazos en la barriga y un golpe seco en la cabeza que hacía desaparecer el hambre y acallaba las súplicas de la zorra.
Así se casaron. Ella con la cara más fea que el primer día de su llegada, y él con los ojos fijos en los tíos y tías que esperaban fuera de la iglesia.
Ah, el cura los casó casi sin pronunciar palabra. Quiero decir que Esperanza y L.A.R. no escucharon lo que decía el de la sotana. Era el miedo, la zozobra, el hambre, las prisas por cerrar el templo y mandarse a mudar.
El chico, Cristiano, se ganó los golpes al año y medio de corretear por la casa. Una vez lo colgó de una lámpara de la sala a ver si moría, mientras la madre rezaba de rodillas en el suelo y la escena la contemplaba una vieja desde la calle gracias a la ventana abierta que L.A.R. siempre dejaba así para que el curioso o la curiosa contara la historia con el lujo del ojo protagonista.
Por eso cuando L.A.R., murió de un infarto el domingo a las siete y diez minutos de la tarde, Esperanza saltó en la cocina como una chica a la que le dicen "tienes el permiso para acudir a la fiesta", y el hijo se metió en el cuarto para morder la almohada y golpear la pared con el crucifijo.
L.A.R. (y esto es una licencia del autor) subió al cielo. Allí lo interrogó un ángel con espada flamígera.
-¿Tú qué opinas?
L.A.R. respondió.
-Que o me dejas entrar o te parto la cara, hijo de la gran puta.
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