Los odio a todos.
Odio ir paseando por la calle y que alguien lleve tu perfume, no lo soporto. ¿Se creen con derecho a oler a tí? ¿Quién le ha dado permiso para recordarme a tí? Nadie debería oler así, nadie debería tener el privilegio de hacerme viajar hasta tí con tan sólo pasar por mi lado… es cruel. Y es que los odio a todos.
Me quema la piel cada vez que me tocan, cada vez que me tocan y no eres tú. Mi piel se revela a unas caricias que no reconoce, detesta estar bajo unas manos que no son las tuyas. Mi cuerpo no está diseñado para otros dedos que no sean los tuyos, aún así, me dejo llevar pero nunca consigo llegar a ningún lugar. Al menos a ningún sitio que me guste. Odio que no sean tus brazos los que me sujeten mientras siento que me rompes por dentro, mientras te mueves dentro de mí y me unes todos los pedazos rotos dándome placer cómo sólo tú puedes. Porque sostenerme saben ellos también, pero no me hacen sentir segura, eso sólo lo haces tú.
Detesto que pronuncien mi nombre y que no sean tus labios los que lo hagan. Debería prohibir que me llamasen por mi nombre, duele mucho. Eso estaba reservado para tí, para tu boca, para tu voz y para mis oídos. Y es que nunca me llamabas por mi nombre, pero cuando lo hacías me llenaba para días. Siempre igual, justo antes de correrte dentro de mí, apretabas los dientes y suspirabas, gemías más fuerte cuando notabas que tu orgasmo estaba casi al borde de explotar y antes de derramar tu líquido en mi cuerpo… un sonido salvaje, visceral, animal…y mi nombre. Después, el más reconfortante de los silencios, tu respiración y la mía y nada más.
Aborrezco todos los rincones de esta cuidad que me recuerdan a tí, y son muchos. Todos los sitios en los que hemos compartido algo, en los que me has hecho tuya. Pero sobretodo desprecio ese lugar en mi mente al que me lleva tu olor, tu voz, tu recuerdo…ese lugar al que, sin embargo, estoy deseando volver. Esa esquina de mi cabeza en la que sólo estamos tú y yo, envueltos en sudor y deseo. Ese lugar, ese momento exacto en que sabías doblegarme y hacerme sentir placer hasta tal extremo, que no sabía si dolía o me gustaba.
El instante exacto en que tu mano cogía mi hombro, mi cuello, suave pero firme, dejando claro quién está al mando y quién no. Ese segundo en que tu pene se introducía en mí sin necesidad de nada más, porque no se necesita pedir permiso para coger lo que es tuyo. Y me desgarrabas de deseo por dentro, de ganas de montarte hasta deshacerme en tí, pero nunca me dejabas. Me obligabas a estar quieta, a no moverme, a obedecer… a complacerte. Y descubrí otra forma de disfrutar, la de darte mi placer y verte disfrutar a tí y sentirme complacida por ello. La de tenerte atrás, pegado a mí, embistiéndome y saber exactamente qué estás sintiendo… la de oírte gruñir y decir…“mía, mía, mía…”.
Los odio a todos, tan sólo porque no son tú.
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