Verano en la boca del infierno

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Mayo 2012. De madrugada. Insomnio. Todos duermen. Menos el demonio y yo.

 

Salí a pasear porque me llamaron por teléfono y me dijeron que si salía, un tío feo y repulsivo me dispararía en la cabeza. No pregunté. Colgué el teléfono y bajé las escaleras bebiendo cerveza. La señora Darias me vio pasar con el mismo asco de todos los días. La saludé para asustar al gato.

El frío en la calle me partió la cara. Terminé de beber la cerveza antes de que un cabrón sin nombre y bien pagado me borrara del mapa. Así fue. Aquí estoy. Muerto.

La policía no hace preguntas. Soy Conrado. Merezco estar muerto. Aquí, tirado. Con una disparo en la cabeza. Bien hecho. A poca distancia. No hay nada que hacer. Ni hay nada que preguntarle a la señora Darias, aunque ella espera en la puerta; espera que alguien pregunte. Pero no sabe nada.

El policía más joven escupe en el suelo. El compañero le dice que son casi las diez y media de la noche; que tiene ganas de irse. El joven mete la mano en el bolsillo de mi camisa. Saca la foto. Apareces tú. Silba. Se asombra. Los dos te miran. “Chica guapa”.

No. Chica peligrosa, gilipollas.

II

El verano no se ha hecho para mí. El calor está bien si estoy en casa, a oscuras, bebiendo, quieto, sucio, aburrido y a la espera de una llamada que me ofrezca trabajo. El verano apesta, joder. Y las personas que viven a mi lado también apestan, y esas otras personas que, aunque yo esté en Madrid y ellas en China, también apestan y merecen morir, o por lo menos sufrir. El mundo es una cloaca en verano. Y fue en verano cuando di contigo. O cuando tú diste conmigo. Fue en verano, al mediodía, con el sol en lo más alto y las ganas de beber eran más fuertes.

Pregunté por tu nombre. Matilde. ¿Qué más? ¿El apellido? ¿Quieres saber mis apellidos? No, quiero saber quién es Matilde, qué haces, qué pollas chupas todos los días para oler así, para ser tan hermosa, para ser libre y para ser tan jodidamente peligrosa.

Te equivocas. No soy puta, no chupo pollas. Soy Matilde, la hija de Macías. Samuel Macías. ¿El dueño del hotel Atlántico? Y me apartó por un rato de tu lado. Un rato sin mirar esos ojos. Dejé de mirar la boca, las manos, el pelo, los ojos. Y dejé de olerte. Pero ya estaba metido en el pozo. Por primera vez una mujer, sin hacer nada, sin tocarme, sin alegrarme el día, había conseguido que mi cabeza perdiera el contacto con el asfalto. No había mundo. Quería tocarte, hacer el amor contigo, desprenderme de la mierda que llevaba encima desde hacía años. No sé, por lo menos media vida.

Tú sabías que llevaba una pistola. Y sabías que me habían contratado para matarte. Las negociaciones fracasaron. Y yo no sabía más. No necesitaba saber más. Había que matarte, y punto. Al carajo con todo. Pero cómo iba a matarte si ya me tenías en el agujero. Era yo el muerto. Olía a muerto.

Entonces me susurraste que sí. Vale. Iré contigo. Esa erección me hace feliz. Y acariciaste la pistola. ¡Qué fría, dijiste! Tiene que estar fría, te dije.

III

Te chupé el pezón de una teta como cinco minutos. Y mientras te chupaba el pezón dos dedos se metían y salían del coño. Tú ansiabas morderme. Pero apenas te movías. Siempre con los ojos abiertos. Gozando, dominando.

Abriste la boca cuando te la metí. Nos miramos, yo creo que para saber si alguien mentía. Pero no. Me corrí en tu interior con una fuerza vulgar. Y fue entonces cuando apostaste por el movimiento. Y frenéticamente buscaste el placer. Hasta que te corriste.

IV

Y ahora tienes que matarme. No quiero. Vaya, un cobarde. Te golpeé con fuerza en la cara. Era la primera vez que le pegaba a una mujer. Tienes que matarme o no serás nadie en esa calle. Estás loca. Te amo.

Tu risa me enloquecía. Oírte reír sí que provocaba en mí un deseo loco de hacerte daño. Mortificarte. Pero yo no pegaba a las mujeres. No pegaba a los hombres. Únicamente disparaba. En eso sí que era bueno. Disparando.

Cogiste la pistola al bajar de la cama. La metiste en el coño. Es más grande y más útil que esa polla de poco hombre. Déjala. ¿Que la deje? ¿Comienzo a disfrutar y me pides que pare? Déjala, antes de que me levante y te pueda hacer daño. ¿Cómo me harás daño?

Un disparo en el coño no duele. Simplemente se muere igual que cuando se recibe el disparo en la cabeza, como yo.

V

Me había pagado su padre para matarla. Pero yo no lo sabía. A mí me contrató un gusano al servicio de Samuel Macías. Y yo no la maté. Ella disparó la pistola con una sonrisa diabólica. Mirándome. Penetrándome.

Tan joven y muerta. Tan hermosa, y ya fría, caduca, borrosa.

Salí de la habitación con un profundo asco y con ganas de ahogarme en güisqui.

No era la primera mujer a la que veía morir. Había matado a muchas. Pero ella había disparado para hacerme daño. Un disparo y la vida, o sea, mi vida, se había ido a tomar por culo.

Entré en el bar y pedí güisqui. Mucho güisqui. Pedí silencio. Llamé cabrón e hijoputa a todos. También un niño que jugaba con las cartas recibió el insulto. Ahora no recuerdo si el empujón también.

Me fui de la lengua. Largué más de lo debido. Me equivoqué. Pero no lo sabía. Lo solté todo. Suficiente para una sentencia de muerte.

Y aquí estoy.

Los policías se llevan la foto. Pero yo no olvidaré su cara. Ni su nombre. La primera palabra que soltó a menos de medio metro de mí. “¿Te gustaría que terminara el verano ahora mismo?”.

El frío es lo único que me queda de ella. Algo es algo.


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