Querido papá

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Pidió perdón. Me pidió perdón. Y luego, asustado, dejó de pedir perdón porque supo que no servía para nada.

Me suplicó.

Yo nunca he suplicado.

Tú tampoco, seguro. Suplicar es de cobardes.

Yo he pedido perdón muchas veces.

A  veces en un día la palabra perdón ha salido veinte o treinta veces de mi boca. Y la he pronunciado con rigor. “Perdón”.

Tú también, seguro.

Pero él comenzó a suplicar.

De rodillas.

Suplicó que no lo matara. Suplicó que no siguiera cortando dedos, que no le martirizara con la amenaza de arrancarle la lengua.

Suplicó que aquel negro no metiera la polla en su culo.

Suplicó que dejara de echarle gasolina por el cuerpo.

Me suplicó, y que suplicara me ponía a cien. Cuanto más sollozaba y más se retorcía de dolor, más ganas me entraban de socavar una vida ratonera, miserable, tenebrosa.

¿Quién soy yo? ¿Quién era él?

………………………………….

El italiano tenía un nombre. Umberto.

……………….

Yo me llamo Gabriel.

……………………

Palabras tan hermosas que luego acaban en la nevera, en la cama, en el armario, en el televisor, en el perfume, en las gafas, en la peluquería, en los cines, en la calle, en los taxis, en las iglesias. Palabras que van más allá del viento, más allá de las montañas, más allá de los límites de este mundo y del otro mundo. Todas forman un ejército invencible. Todas llenan planetas, estrellas, galaxias, universos paralelos. Palabras hermosas aunque ensucien un cuaderno, aunque se conviertan en una sentencia de muerte, en una confirmación de soledad, en la rendición del valiente, en el éxito del demonio.

……………………..

No, no, no, por favor, no, escúchame, tengo el dinero allí, todo el dinero, más dinero del que puedes imaginar. Todo el dinero. Y si quieres más, claro que puedo conseguir más dinero.

Le enseñé el mechero. ¿Bonito?

No, no, no, oye, no, no, no, por favor, te lo suplico. Tengo un hijo, tengo un hijo, por favor, tengo un hijo; no, no, no me quemes. Mátame ya. Mátame. No, no, no. Pero no me quemes.

……………………..

Y, claro, también el no es una palabra hermosa.

…………………………..

Lo quemé. Ardió rápido. Muy rápido. Y gritó. Pero el grito no acobardaba al fuego. El negro era la prolongación de las llamas.

………………………….

Han pasado casi 40 años. Soy un viejo. Paseo. Mi nieto ríe. Le compró lo que quiere. Mi hija dice que le mimo demasiado. Bobadas.

Todas las noches, antes de dormir, mi nieto pide que le cuente una historia. O que lea un cuento. Me quiere. Dice que soy el mejor abuelo del mundo. Mi hija escucha desde la puerta. De vez en cuando también escucha su padre.

Mañana quiero ir a la playa. ¿Pescamos abuelo?

Claro, claro que pescaremos. Y pescaremos un tiburón.

Ay va, un tiburón. ¿Has oído mamá? Vamos a pescar un tiburón.

Y será un tiburón muy grande. Con unos dientes grandes, con unos ojos grandes, con mucha hambre. El tiburón que solo quiere comer abuelitos buenos.

………………………

No duermo. Llevo sin dormir demasiados años.

…………………..

Todos los muertos, como le pasaba a Aquiles, aparecen en la noche.

………………………

…Y de repente amaneció. Quiero decir que los corderos hallaron a la bestia. Mi hija llora. El marido se lleva al niño. La policía me tiene encañonado.

Enseño los dientes.

Guiño un ojo.

Les digo: buen trabajo.

Pero no suplico.

……………………………

Dicen que he matado a muchos. ¿Para qué poner una cifra? Muchos. Muchas.

Respondo que sí. Vuelvo a enseñar los dientes. Soy viejo. Débil. Me enseñan fotos.

Caras, culos, vísceras, ojos, supongo que almas también.

¿Responda?

……………………….

Dígale a mi nieto que mañana no podré ir a pescar con él. Y que me perdone. Pero que no espere que le suplique que me perdone.

……………………

Esa no es la respuesta que queremos escuchar. Responda.

……………………………..

Los mate a todos. Las maté a todas. Y déjeme en paz. Ahora soy un viejo, pero si tuviera un par de años menos, ya estaría muerto.

O no.

………………………..

Y su afirmación me hizo pensar. ¿Tenemos los monstruos el derecho a contar estrellas? ¿Tenemos los monstruos el derecho a mirar el horizonte?

……………………

Recibo la carta de mi hija.

“Querido papá”.


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