Güisqui

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Adrian Rollini decidió pasar toda la noche tocando en mi dormitorio. Las primeras horas caminando por la habitación. Luego subió el pianista, el batería, el contrabajista, y, por último, una noruega de oceánicos ojos azules con voz heladora. La masa en la calle gritando. Quería subir, la masa. Sobre la cama el moribundo feliz porque la música limpiaba sus pulmones. Ardiendo por culpa de la fiebre. Y sin güisqui para una garganta igualita al desierto de Atacama. Eso le jodía.

Pero el alma fumando, bebiendo, ligándose a la noruega, elegante y pasando de la tribu. Pies ligeros, manos grandes, la barba blanca, cuidada con mimo. Oliendo bien.

"Oye, tío, no te mueras todavía, hazlo por mí, joder. Aguanta mil años más. Solo mil años más, amigo. Mira, mira, hasta Adrian dice que sí con esa carita de actor de musicales para esquimales depresivos. ¿Y qué te puedo decir de la noruega? La tengo en el bote. O es ella la que me tiene a mí. Así que no te mueras hoy, ¿entendido? Hoy ni hablar".

"Guisqui, coño, busca güisqui", respondí con la voz de un condenado a morir el 3017.

 

 


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