Ya está bien, por Dios, déjenme los dos, sí, los dos, ya no aguanto más. Estoy perdiendo el juicio. Quiero que me dejen, abandonen mi vida, mi casa, esta librería. Llévense sus libros, los dos, todos los libros. No puedo leer más. ¿Pero qué demonios quieren ustedes de mí? Sí, ustedes. Siempre conmigo, y lo mismo digo de esos otros, Chéjov, Poe, Maupassant, Bukowski, Miller, ¡fuera! Quiero estar solo. No quiero seguir leyendo. No quiero escribir más con tanto susurro, pisadas, humo de cigarrillos, canciones en inglés, escritores siempre geniales que entran y salen de la habitación. Creía que eran mis amigos, pero no. Todos ustedes son demonios que se meten en mi cabeza y perforan, golpean, martillean, taladran.
Ah, sí, la música, el jazz, sé que el jazz puede terminar con todos. El jazz es mi aliado, y el güisqui. Aquí llega ya. Les advertí que no aguantaría más. Escuchen al negro cantar, y los instrumentos que no tienen miedo.
El jazz no tiene miedo cuando entra en guerra.
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Sudando me despierto. Miro por la ventana. ¿No amanece nunca en esta ciudad? Las cinco y diecisiete de la mañana. Meo sangre otra vez. El médico aseguró que podía ocurrir. Que bebiera mucha agua, más de dos litros y medio al día. Pero no amanece, por Dios.
Hay un libro de cuentos abiertos en la mesilla, junto a la cama. "Ceremonias". No quiero leer más. Unas cuartillas en el suelo.
Vagamante la gente enloquecida tras el concierto y el maestro que desaparece y es horror lo que siento. O confusión. No, ya sé lo que sentí. Me desperé porque sabía que ya nadie escribiría como ese hombre. No quiero decir el nombre. "Las Ménades", sí, fue en ese cuento. Al terminar la lectura algo ocurrió.
Quiero ducharme. Necesito ducharme. Me duele la cabeza. Tanto.
Perder la guerra y no haber muerto es lo más cruel que le puede ocurrir al cobarde.
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