Abraham caminó despacio por una calle mojada.
La madrugada.
Madrid seguía despierta.
En la calle un gato.
Único ser con vida que se fijaba en el andar de Abraham.
Entonces oyó que Alejandra gritaba su nombre.
La oyó correr.
El gato se metió bajo un coche.
Sin dejar de observar.
Alejandra respiraba agitada.
Era mucho más joven que Abraham.
Una niña malcriada, enamorada, triste en la despedida.
Se esforzaba por no llorar.
Abraham la abofeteó dos veces.
El gato movió la colita.
La volvió a golpear.
Otra vez en la cara.
Ella le empujó.
Ni una lágrima.
El frío era una piedra en el pecho de los dos.
Abraham se acercó tan despacio que Alejandra pensó que en realidad se estaba marchando.
El beso se prolongó.
Se hizo eterno.
Hasta hoy.
Dos vidas, dos bocas, dos cuerpos, un gato de testigo.
Una madrugada también para siempre.
El frío también para toda la vida.
O para toda la muerte.
Madrid.
Abraham abrió los ojos.
La primera lágrima de Alejandra era por él.
La navaja entró delicadamente en el abdomen.
Sin ruido.
Pidiendo permiso.
El gato maulló.
Abraham cayó tan despacio que Alejandra vio descomponerse el cuerpo.
Se escapó el alma.
Ella lo vio.
Oyó el horror de Madrid.
O era el frío.
Con un muerto tirado en la calle la helada se asemeja al infierno.
Alejandra dejó caer la navaja.
En el abismo.
Una lágrima
Se aproximó otra vez a la casa.
Abrió la puerta.
Desapareció.
El animal inspeccionó.
Olió.
Despreció.
Deambuló.
Movió la colita.
¿Abraham?
No había sido una pesadilla.
Había sangre en las manos de Alejandra.
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