Vida urbana

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Roña, lo asqueaba el tufo. Aspiró el acre humo del cigarrillo y ni aun esa niebla tóxica pudo con el olor a baño. Salió del cubículo y el sol de primavera lo encegueció.

Le pareció distinguir a los demás alumnos que jugaban un insípido futbol o charlaban en el patio. Encendió el móvil y, como un campanario electrónico, cinco alertas se oyeron. Siete mensajes esperaban su respuesta. Eran los descastados de los anteriores colegios que no sabían que se había mudado.

Sintió que algo estallaba detrás de sus ojos, en pleno córtex cerebral y así nació la furia. Con disimulo subió las escaleras y se dirigió al aula, rebuscó en la mochila, sacó la pistola y guardó una munición en el bolsillo. Echó atrás la corredera para que la siguiente bala, desde el cargador, ocupara su lugar frente al cañón y entonces fue Dios o su padrastro.

Al salir encontró a la preceptora que le advirtió que no debía estar allí. Hizo fuego y el tiro deshizo aquella cara amarga. Al bajar se encontró con la profesora Natalia y casi lo lamentó, ella era buena y lo trataba bien. Quizás por eso apuntó al corazón. Mientras de reojo veía su semblante azorado oyó el silencio en el patio, se sintió el ángel de la venganza y comenzó a disparar. No importó que huyeran, él los perseguía como una máquina mortal.

De pronto, la corredera queda abierta al terminarse el cargador. Con fría determinación y todo el tiempo del mundo, sacó la bala del bolsillo, la colocó en la recámara, la cerró y, siguiendo su imaginario papel, puso la pistola bajo su barbilla y apretó el gatillo. Algunos restos sanguinolentos se adhirieron al cielorraso blanco.

Otra ciudad, otra escuela y otros compañeros para quienes seré el sapo de otro pozo, el raro y al que hay que acosar. Para la malnacida de mi madre, pese a su belleza y desde el divorcio, soy un estorbo en su afán de conseguir pareja. Con tal de no perder la oportunidad me dejó en manos de mi nuevo padrastro, un bien pago oficial de policía con una excesiva crueldad disciplinaria.

Soberbio, él dirige hombres y sabe cómo tratar a adolescentes vagos y llorones. En pleno invierno y a modo de clarín, me quita las mantas por la mañana. Si demoro, no desayuno y soy arrastrado al auto policial que me escupe como goma de mascar usada en la puerta del colegio. No hay lección ni materia que recite bien por las tardes. Ese adalid de la justicia y el orden es superior y me lo machaca con el desprecio en la voz y el sopapo aleccionador.

No tengo escape, no tengo paz. Extraño a papá, su cariño, sus modos suaves y enloquezco en este infierno. Mamá no escucha, es un trofeo de buen aspecto que engalana al oficial que le asegura un buen pasar. Así comenzó a corroerme el odio.

En horas de la madrugada, con la poca luz del pasillo oigo los tonantes ronquidos del “mariscal”, abro el cajón y empuño el arma pirata, esa que no ha declarado y oculta en busca de ejecutar al delincuente que lo merezca por sus culpas. Me obnubila su poder y aunque la guardo en la mochila siento que quema.

—Llevamos el cadáver a la morgue, tendrá que reconocerlo por las marcas en el cuerpo ya que la cara ha quedado desfigurada. Creemos que el motivo ha sido una venganza, pues tenía cardenales y moretones de puños y patadas ¿Usted no había notado nada comisario?

—No. Era un chico tranquilo y muy aplicado, estudiaba sin presiones y sus compañeros lo apreciaban, no lo entiendo. Le preguntaré a la madre si vio o le dijo algo.

— ¿Sabe de dónde sacó la pistola? Tiene limado el número de serie.

—Tampoco, y eso resulta más extraño porque para conseguirla debe haber ahorrado varias mensualidades. Debí darme cuenta.

—Bueno, por hoy terminamos, lo mantendremos informado.

— ¿A cuántos lastimó?

—Es extraño, aunque los jóvenes se están reponiendo en el hospital por nervios y magulladuras, cuentan que les disparó con los ojos cerrados. En su locura asesinó a las únicas profesoras que, con simpatía, se ocupaban de sus problemas. Los demás educadores ni siquiera lo recuerdan.

 

 

Carlos Caro

Paraná, 25 de agosto de 2016

Descargar PDF: http://cort.as/l2Cj

 

 


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