Franz se observó

El hombre se observó. Franz se estaba poniendo algo nervioso. Le dolía cada vez más la cabeza. El japonés o el chino (pensó) le ofreció una pastillita de color naranja. También un vaso de agua. Con poco agua. Franz se tomó la pastilla y se bebió toda el agua.

Caminó por la habitación. Aparatos extraños. Y el pequeñín con una bata blanca, así que era médico, o científico, o doctor, o matasanos, un loquero más.

Siempre estaba alegre. Sonreía con una espontaneidad criminal.

Franz se observó mejor delante del espejo. Era él. Pero él estaba muerto. De eso se acordaba. La muerte dulce, serena, silenciosa, apacible, inmóvil. Y ahora estaba en un lugar limpio, pero extraño, frío, empírico.

Dejó de mirarse. Se fijó en el hombrecillo. Caminó hacia él. Lo tocó.

-¿Sabes cómo me llamo? –Preguntó Franz.

-Claro que sé cómo te llamas. Eres Franz, y estás aquí, aunque todavía te resulte peligroso, una pesadilla, una locura.

-Pues no estoy triste. Y esa pastilla que me tomé está consiguiendo que desaparezca el dolor de cabeza.

-Me alegro.

-Lo único que quiero es que contentes a una pregunta. ¿Podrás hacerlo?

-¿Contestar a la pregunta?

-Sí.

-Lo sé todo acerca de ti. Te responderé sin dudarlo.

-Ahora tengo miedo.

-Siéntate.

-No, quiero permanecer de pie. Cerca de ti.

-Pues pregunta ya.

-Morí en 1924. Y pedí una cosa.

-Sí.

-¿Max Brod destruyó mis obras?

-¡No! Las salvó todas. Y por eso estás aquí. Y por eso eres un genio, un hombre respetado, admirado, querido.

Frazn se echó a llorar como un niño. Lloró de pie. No cayó al suelo.

El hombrecillo amarillo le enseño “La Metamorfosis”, “El Proceso”, “El Castillo”, “América”.

En su nueva vida, Franz vivió hasta los ochenta y seis años. Y nunca dejó de llorar. Siempre de pie. Pero llorando todos los días (no importaban los segundos).