Charco del viento

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Saco la pistola y él se deja cagar.

El negro se pone a temblar y eso no me lo esperaba.

Un negro de casi dos metros y hecho de piedra no tiembla porque un blanco de un metro setenta y cinco le enseña una pistola en un callejón. O eso pensaba.

Se echó a llorar. Poco a poco. Acabó llorando y gimiendo.

Bonifacio me había ordenado matarlo. “Mátalo”, me ordenó con un perrito caliente y bebiéndose una coca-cola. “Mátalo y luego préndele fuego”. Se comió el perrito y se metió en el coche. Bajó la ventanilla. “Mátalo, joder. Lo quiero muerto esta noche. Y lo quiero quemado esta noche”. Subió el cristal y desapareció en una calle que se parecía a las calles de Nueva York pero en Argamasilla.

Le pegué el primer tiro en la frente. Cayó. Muerto. Y luego disparé cuatro veces más. En la cara. En el pecho. Otras dos veces en la cabeza. Ya estaba muerto. Olía a muerto.

La gasolina se desparramó sobre el negro. Una cerilla bastó para ejecutar la orden de Bonifacio, que esa hora de la noche follaba con una de sus chicas, seguro.

El negro ardió como el sol.

Buen trabajo.

Antes del amanecer informé a Bonifacio.

Me pagó bien. Muy bien.

Me contó otra vez que él nunca dormía. Llevaba años sin dormir. Se sentaba en la oscuridad y así permanecía. Medio quieto. A veces se hacía una paja. A veces bebía. A veces se entretenía leyendo biografías de generales de puta madre. Eso decía. Yo no le creía. Todos los hombres duermen. Duermen hasta los inmortales.

En mi cuarto disfruté de una ducha de agua fría. Me tumbé sobre la cama. Dormí como un angelito. Soñé con un parque de atracciones. Cuando desperté eran las siete y media de la tarde. Tenía hambre.

Entonces el jodido fantasma del negro estaba allí. En la cocina. Comiendo. Tranquilo. Oliendo a quemado. Con los agujeros de las balas. Feo. Me invitó a sentarme.

El desayuno no me gustó. Ni las tostadas con mantequilla y mermelada. Ni la leche. Pero al negro todo le gustaba. Tenía apetito.

-Te preguntarás por qué lloraba antes de los disparos, ¿verdad?

Pues no. Lo que me preguntaba, coño, es cómo era posible que estuviera hablando con él en mi cocina. Desayunando, bebiendo leche, sentados los dos, como amigos. Eso era lo que me estaba preguntando, y no por qué lloró un par de segundos antes de recibir el primer balazo.

-Lloraba porque sabía lo que iba a pasar. Y ha pasado. Lo estaba viendo, tío. Veía este desayuno, esta cocina, este apartamento. Veía incluso lo que todavía no ha pasado. Lo que te va a pasar. Y no lloraba por lo que te pasará antes de un par de días. Lloraba porque no entendía nada. ¿Tú entiendes algo?

Dije que no moviendo la cabeza.

-Vas a levantarte para coger la pistola. Volverás a dispararme. Y yo dejaré de hablar, claro. Te asegurarás de que esté muerto. Otra vez muerto. Y estaré muerto. Pero no olvidarás que una vez más lloré antes del primer disparo. Que temblaba. Un hombre de casi dos metros de alto. Hecho de piedra. Violador y asesino como tú, pero con lágrimas como perlas en la cara.

Me levanté para coger la pistola que estaba en el dormitorio. Regresé a la cocina. El negro se había levantado. Lloraba. Temblaba. Me acerqué más a su cuerpo que la primera vez. Y entonces llegó una idea. Dispararle a los ojos.  Dos tiros. A los ojos. Ya está.

Volvió a caer.

Se lo conté a Bonifacio. Se reía escandalosamente. Me pidió que le contara la historia más de mil veces. Me despidió con un abrazo de amigo. La primera vez que recibía un abrazo.

Bonifacio envió a tres hombres a recoger al negro de mi apartamento. Se lo llevaron al Charco del Viento. Allí lo lanzaron. Ciego. Pero muerto.

-Tengo un trabajito para ti.

-Escucho.

-Mata a todos los ciegos de esta ciudad. Niños, hombres, mujeres, viejos. Todos los ciegos. Mátalos a todos, joder.

-Llevará tiempo.

-¿Tiempo? Lo que hay que saber es si el Charco del Viento tiene capacidad para tragarlos a todos.

-¿Por qué los ciegos?

-Preguntas demasiado. Pero los ciegos deben morir. Acércate.

Me llevó a la calle. Había coches, autobuses, edificios, personas, perros, putas, maricones, políticos, banqueros, pobres, flores, bichos.

-¿Qué ves?

-Lo de todos los días.

-¡Pues que mueran los ciegos, joder!

Y me dejó solo en la calle. Escuché el portazo. Agarré la pistola. Tenía trabajo que hacer.


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