El vestido de novia verde fluorescente
Es de noche. Me acabo de sentar en una silla de madera incómoda y he encendido la televisión para ver en directo la gala de Los Goya. Motivo suficiente para estrenar mi vestido de novia verde fluorescente. Lo compré en una época en que la cultura filipina me había seducido hasta la médula de los huesos.
Aquella misma tarde me habían llamado des de un número desconocido y al intentar contestar me cayó el móvil dentro la taza del baño. No sé que me pasó, me vino un espasmo raro, un hipo y seguramente era de las lentejas con chorizo del mediodía. ¡Manda huevos! exclamé como Federico Trillo en la España de Aznar. Cuando me estaba arrodillado y con las manos en remojo intentándolo sacar del sifón en que había quedado atascado, sonó el teléfono fijo que lo tengo instalado en el baño. Consigo descolgarlo con un éxito rotundo. Me confirman que recibiré un Goya honorífico por mi trayectoria "profesional" y a media gala me vendrán a buscar en casa con una limusina recortada y austera de alquiler. La chica, que por el tono de voz diría que era un poco promiscua, me explica que hace falta que esté preparado en el momento que golpeen la puerta con autoridad y que no me asuste de ninguna de las maneras. No es que quieran detenerme por manifestarme contra la política actual en público, ni por ser desahuciado por no pagar las letras de la hipoteca, sino que es para ser acompañado al teatro principal, no fuera el caso que me perdiera. Ser despistado tiene esas cosas. Colgué el aparato telefónico y con los nervios de la noticia, me senté en el retrete desahogándome severamente.
En mi profesión siempre hay que ir vestido de oscuro, sería por decirlo de alguna forma mi uniforme laboral. Según las épocas del año uno tiene que aprenderse algunos guiones y actuar con total credibilidad. Mis espectáculos son directos y en ellos se desprende mucha energía. Llevo una dilatada trayectoria y es lógico que los académicos se hayan fijado en mi.
El culo se me ha puesto chato y los ojos los tengo en posición de lémur de Madagascar esperando el gran momento. Falta poco para que sea medianoche, hora coincidente con el ecuador del festival de cine. Estoy a la espera que el silencio oscuro y frío de mi sintética vivienda se rompa y resuene el eco de la puerta metálica. Empiezan a sonar las campanas y acabo de tener un instante de crisis de personalidad: no sabía si era la cenicienta o la futura mujer del duende malvado de Batman. No he tenido tiempo de debatirlo porqué escucho de fondo el golpe de puerta, pero la del vecino. Ya me extrañaba que un cura como yo, con una carrera "confesional" intachable le concedieran el Goya por hacer misa los domingos. Luego pensé que la chica promiscua se habrá equivocado de número de teléfono. Mi vecino es actor y de los buenos de antes, tiene el mismo nombre que yo y vive en la misma escalera. En fin, tendré que resignarme. Decido levantarme e ir a buscar en la cocina unos cacahuetes salados y devolverme en mi silla incómoda a degustarlos. Primero chupándolos suavemente y luego masticándolos a desgarro, siempre teniendo precaución de no aplastar mi vestido de novia fluorescente filipino.
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