ODIO

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¡ODIO!

El cielo era un techo sin nubes y estaban plegadas las alas del viento en la quietud celeste de la mañana. Y eran silencio en la lejanía, las gaviotas, como puntos blancos a la distancia. El Sol del mediodía parecía más grande en su redondo ardor y colgando sobre las islas antillanas aclaraba el agua entera.

Por la noche las estrellas eran las dueñas del paisaje y remedaban mil ojos de incógnitas desde la negrura fría de la eternidad estelar.

 El mar en la lejanía tenía un sereno verde por la mañana, que se hacía azul por la tarde y más oscuro en el anochecer, hasta ponerse negro en el ocaso.

La pequeña isla era un peñasco golpeado por la insistente paciencia del agua sin parar.

Y el marinero Martin García traía toda la angustia de un náufrago sin esperanzas, aislado por la inmensidad del océano que lo contemplaba.

Había llegado  desde el navío hundido en un bote de salvamento.

De allí rescató el desdichado navegante unas sogas viejas y unas maderas anquilosadas, que fueron en tiempo mejor,  orgulloso palo de enhiesto mástil.

Al otro día descubrió a la rata. Instintiva e irracionalmente su primera emoción fue odiarla.

Únicamente podría haber llegado con los restos del naufragio. Nadie podía sobrevivir en ese peñasco; sus habitantes eran algas de mil millones de años.

No le gustó la rata. No quería a la rata. Le repugnaba el animal.

En un islote de 60 m x 50m  no había espacio para ambos animales.

No era amigo del gran ratón; muy por el contrario, esperaba  una pendencia mortal con él.

La rata lo sentía también.

García dosificaba estrictamente las galletas rescatadas de su Goleta, pero el agua era su problema insoluble; el roedor calmaba su sed lamiendo la humedad que se condensaba en los intersticios de las rocas frías.

 El hombre había colgado las galletas rescatadas, en  una bolsa que escurría agua salada y se oreaba al viento.  Pero la rata tenía la facilidad de elevarse verticalmente a más de un metro y rompió la cuerda que sujetaba el alimento, colgado de una grieta del peñasco. Sin alimentos poco quedaba.

 Transcurrían las horas, pasaban los días y las noches volvían. A cada momento era más ostensible el objeto real de la pendencia…. No morir primero….

Había sido un hombre más o menos piadoso

pero ahora la angustia y el miedo lo habían llevado a la más enconada abominación.

¡Odiaba profundamente a la rata!.

El hombre se dispuso a la contienda; mas por onda repulsión  que por su vida. Y por instinto, la rata también quería matar.

Trozos de galleta constituían la dieta diaria del marinero, mientras que el animal, además de las galletas robadas, tenía el plus de cangrejos podridos hasta que su organismo los soportara.

La enorme rata estaba llena de recursos y de astucia. Era una rata de barco con variadas  artimañas.

El homo sapiens y la ratona producían repugnancia recíproca. Desagrado, temor, angustia y odio.

El asco hacía temblar la mano del navegante.

El hombre esperaba, odiando profundamente…

La rata probó un avance pensando en la garganta del marinero, pero el grito de furia del hombre la paró.

Y se detuvo definitivamente cuando el navegante encendió el fuego.

Durante los primeros días, había amontonado las maderas y las astillas que había rescatado del siniestro.

Fue montando una parva de pequeñas fracciones de musgo y diminutas esquirlas de madera  por debajo para favorecer el surgimiento de la combustión,  y paulatinamente aumentando el tamaño de las maderas para agrandar la llama.

Tenía un pequeño clavo y tras frotarlo con insistencia contra la roca surgió una chispa; y cuando se elevó la llama tras el humo,  la rata se batió en retirada.

Y tras ella las innumerables crías que en poco tiempo habían proliferado.

Bien sabido es de su enorme capacidad reproductiva.

Entonces vio la barca que se acercaba alertada por el fuego y el humo. Venía en su rescate.¡ El hombre había ganado!.

Cuando estuvo  en el bote, lo ubicaron  como él deseaba, a fin de poder ver la derrota del repulsivo animal.

La rata corría por el borde de la roca con desesperación…¡Había perdido!.

Sus chillidos eran aullidos de rabia, de estupor y de decepción.

Yo también tengo instinto, pensó el hombre…Y quiero verla sufrir con toda su cría…

 

Tengo odio…Pensó…Y dispuso hacerle llegar una bolsa de galletas…Y así lo hizo desde la nave de rescate, pagando con algunos billetes que se habían secado en su bolsillo.

Deseaba prolongar la agonía de las ratas.

Antes que García se alejara de la isla,  la rata y su odiada cría se alimentaban golosamente.

En un tiempo volverían a sufrir las torturas de una muerte lenta.

Nunca imaginó lo que sucedería después.

Su siniestra sonrisa pensaba con deleite en la desesperada agonía del gran ratón y su cría al acabarse sin más posibilidades las galletas que él le  había acercado para prolongar su padecimiento.

La rata comprendería que la contienda había sido  con un  ser humano…Y sus probabilidades pocas…Un hombre es más feroz que una rata….

Cuando el pequeño navío de rescate recalo en la isla próxima el náufrago se dispuso a echar un buen sueño en el camarote.

Desperezándose pasó al pequeño baño.

Quedo un momento paralizado y con la boca abierta.

 Desde el inodoro, maltrecha y empapada con agua de mar, orín y excremento, la rata lo miraba; vio el odio en sus ojos y con  un escalofriante chillido de muerte y de amenaza, desapareció la bestia por el desagüe, para volver.

Con las últimas galletas pudo la rata recobrar las fuerzas para nadar y un odio ciego para matar.

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