Vive y Deja Vivir. Fábula

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Vive y Deja Vivir.

 

El viejo descansaba a la sombra de un limonero, estaba agotado de tan grande esfuerzo: había sembrado semilla de pasto en su patio trasero, unos dos metros cuadrados, suficiente para sus ya mermadas fuerzas. Dejó correr el agua de la manguera que caía suavemente dentro de  un gran  recipiente, del cual manaba el líquido sobre una pequeña canal hecha sobre la tierra para ir regando ingeniosamente cada árbol de su hermoso huerto.

Echado sobre su reposera, escuchó como una tórtola atraída por el agua se acercaba cautelosamente; cuando vio que él no era un peligro comenzó a beber; el hombre miró de nuevo, ya había media docena de esas hermosas avecillas.

—Beban, amigas, beban. Hay agua para todos.

Sorprendido  miró a una de ellas que se aproximó muy cerca de él.

—¡Ah, querida amiga, tienes suerte que estoy viejo y no te puedo perseguir!

“Mmmm, veamos, ¿por qué las perseguía cuando yo era joven?  —silenció su voz—. Definitivamente por estúpido, pues no tenía hambre  y … ¡Ah, ya recuerdo! ¡Era por jactancia, para demostrar a mis amigos mi extraordinaria puntería con el rifle!  Claro, hacíamos un buen estofado con una docena de ustedes y bebíamos vino hasta embriagarnos.

 
La tortolita se acercó más y, ante el asombro del  anciano, de un vuelo se posó sobre  su hombro. Paralizado por la sorpresa  el viejo no se movió,

Pensó que lo había visto todo en esta vida y … ¡Ahora esto!”.

 

La avecilla le picoteó suavemente la oreja, produciéndole un agradable placer que recordaba hacía años no lo sentía.

La tórtola voló nuevamente hacia la vasija con agua y desde allí habló al hombre.

—Amigo, ahora bebe tú de esta agua, rejuvenecerán tus huesos y tus músculos y vivirás muchos años más. Nosotras las aves silvestres cuidaremos de ti.

Cojeando, casi arrastrándose, el anciano cogió agua con sus manos. Era un milagro  o estaba enloqueciendo en la soledad que sus hijos y nietos lo habían abandonado ya hacía algunos años.  Bebió con gusto la deliciosa y refrescante agua, sintió que efectivamente las fuerzas renacían en su desgastado cuerpo. La bella tórtola desde el cerco lo contemplaba y, antes de emprender el vuelo, le dijo:

—¡Vive y deja vivir!

Durante muchos años, en feliz salud,  vivió rodeado de  las aves que iban felices a comer y beber a su solitario y hermoso huerto; fueron su compañía hasta que un día se quedó dormido y su familia lo encontró muerto con una sonrisa, rodeado de diferentes clases de pájaros.
Había contado esta historia a sus hijos, quienes pensaron que la vejez lo estaba volviendo loco. Pero al ver a tanta avecilla acompañando al cuerpo inerte de su progenitor, uno de ellos, el mayor ya encanecido, en su tumba dejó un simple epitafio:

 

VIVIÓ  Y DEJÓ VIVIR.

 


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