Les sirvió los platos y se dispusieron a comer. No paraba de hablar. Todos le ignoraban. Su mayor defecto era la soberbia. Era obsesivo, siempre quería llevar la razón y odiaba que no le hicieran caso.
Pero llegó ella, a ella no podía discutirle nada. La miraba con respeto, siempre a distancia. Necesitaba su presencia, deseaba abrazarla fuertemente hasta perder la noción del tiempo.
No probó la comida, se aposentó en el sofá y cerró los ojos. Se vio a sí mismo perdido en la calle. La fría y cerrada noche le hizo pensar en lo que había hecho, sacó las manos de los bolsillos, estaban ensangrentadas. Corrió hacia su casa preso del pánico.
La puerta estaba abierta, las luces encendidas, las piernas le temblaban. Caminó lentamente hasta el salón. El suelo estaba cubierto de sangre, y ahí estaba ella, junto al sofá mirándole a los ojos.
Cruzó hasta el comedor, todos estaban como los había dejado, sentados en sus sillas con las cabezas mirando al techo.
La buscó con la mirada, era el momento. Se acercó, y dejó que su negro manto le envolviera y le abrazara para siempre, mientras la guadaña rozaba el suelo.
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