Me enamoró al instante. No me importaba que tuviera un hijo. Sentía un amor hipnótico.
A los pocos días ya vivíamos juntos, y en la primera noche me pidió que durmiera al bebé.
Me lo llevé a su habitación y lo acomodé entre mis brazos.
Era delgado, demasiado para una criatura de tan sólo unos meses.
Tenía mucha hambre.
Ella me trajo un biberón de la cocina y me lo colocó para que se lo diera. No se cuanto había, el dibujo me impedía ver la cantidad, pero casi se lo terminó.
Lo incorporé para darle unos golpecitos en la espalda. Noté sus costillas, su piel estaba fría y dura.
Busqué a su madre en la cocina, no estaba allí.
La ventana estaba abierta. Encontré una nota en la mesa que decía...
«Te necesitamos».
El frío que emanaba de su pequeño cuerpo se traspasaba al mío. Cogí de nuevo el biberón, la tetina estaba destrozada.
Lo abrí, me quedé paralizado.
Sentí una fuerte punzada en mi mano.
Observé su pálido rostro. Esbozó una sonrisa desencajada mostrando una boca sanguinolenta repleta de afiladísimos dientes.
Me giré lentamente hacia el espejo de la habitación.
Nunca más se volvería a reflejar nuestra imagen.
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