Mi esposa quiso que los llevara a casa. Los encontré moribundos tras el incendio en la clínica del sueño donde ella trabajaba. Nunca creí que fueran humanos. Sus cuerpos eran del tamaño de un niño, sus ojos eran negros, y su piel roja como la sangre.
Se mostraban extremadamente violentos mientras dormíamos. La única solución para evitar aquella pesadilla era mantenerse despierto.
Mi mujer no aprobó mi decisión de acabar con ellos.
Los estrangulé con mis propias manos y los lancé a un río.
Dejé de dormir. Eran constantes los llantos dentro de mi cabeza, las pequeñas huellas rojas en la pared no desaparecían. Ella se entregó al más profundo sueño tras perpetrar mi crimen.
Llegó aquella noche y me metí en la cama. Cerré los ojos. Sentí que había alguien más con nosotros. El frío contacto de unas manos mojadas subiendo lentamente por mis pies me hizo estremecer de terror. Mis extremidades no me respondían.
Los vi salir de entre las sábanas y agarrarse a mi cuello oprimiéndolo con fuerza.
Ella se incorporó mirándome fijamente. Sus ojos se volvieron oscuros y su piel se tiñó de rojo. Una diabólica sonrisa se dibujó en su rostro acompañando mi agónica muerte.
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