Incurable

Esa noche desperté desnudo y tumbado boca abajo en aquella habitación. Todo era oscuridad y silencio. Sentí que llevaba horas inconsciente. Tenía las manos atadas, y otra cuerda en mis tobillos amarraba algo fuertemente detrás de mí.
Mi silueta empapaba el suelo formando un enorme charco de sudor.
Giré sobre mí mismo y tiré con todas mis fuerzas para arrastrarme hacia delante. Lo intenté varias veces sin éxito. Al mismo tiempo escuché un crujido de huesos, y un grito desgarrador me heló la sangre.
De pronto, se abrió la puerta. Era él. Sostenía un bote de Valium. En su rostro se dibujaba una sonrisa siniestra y enfermiza.
Aterrado, repté hacia atrás en busca del otro extremo de la cuerda.
Encontré a mi mujer desnuda y maniatada con los pies clavados al suelo.
Mi cuerda le estaba oprimiendo el cuello. Su cabeza se había dado la vuelta por completo. La expresión de pánico en sus ojos sin vida me cortó la respiración.
Observé cómo se cerraba la puerta lentamente. Palidecí de terror.
Le supliqué que me sacara de allí. Respondió tarareando la melodía que tantos años escuchó para calmar sus brotes psicóticos. Nunca nos sirvió. Nada pudo curar a nuestro hijo.