Recuerdo...

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Al caer, sus rodillas, al igual que las palmas de sus manos, se enterraron profundamente en la arena.

    -No-musitó murmurando-no puedo detenerme; aquí no-mas, al mirar en rededor, primero a las amplias planicies desiertas apenas interrumpidas aquí y allá por secas dunas de aspecto muerto, y luego al horrido y ominoso cielo cuya sola inhumana visión era capaz de evocar sus más terribles pesadillas, supo que no había sitio donde ocultarse del enorme ojo que, haciendo las veces de la luna, incansable, la vigilaba sin siquiera parpadear, allí donde la arena y el éter se fundían y donde la insaciable vista no podía abarcar.

    -Recuerdo…-profirió de sus tiernos labios,

    -… el día de mi muerte…-, sin ocasión de terminar.

    Y ahí estaba ella de nuevo.

    -No, no quiero.

    Pero no había forma de escapar.

    Recordó la gente, más sin rostro… había pasado tanto tiempo… recordaba el vino, el banquete, recordaba la música de fondo, aunque por muy poco: ya comenzaba a olvidar ciertos pasajes, o en este o aquel momento, la forma en que los violinistas ludían el arco. Recordaba la pregunta:

    -Mamá ¿puedo tomar un trago?

    Y del vino añejado, el regusto a sangre.

    Recordaba la luna, y la forma en que su luz penetraba a través de los visillos, y en el vidrio de la ventana la sombra saltando entre los árboles.

    Abrió los ojos, peleando con las cadenas que la ataban de pies y manos:

    -No quiero.

    Recordaba el hombre alto, el único que para ella poseía atractivo. Recordaba sus exóticas facciones egipcias, el regio modo en el que permanecía de pie, esperando.

    -No…-apenas un murmullo.

    Y la forma en que al mirarla a los ojos le dejó claro que la conocía desde hacía tiempo.

    -Es hora de irnos-en el banquete, el murmullo inaudible; en la jaula, el único ruido de no ser por su agitada respiración.

    -Jamás-en el banquete…

    -Debemos irnos, y quizá halles el camino al cielo, pero permanece aquí y no conocerás jamás la dicha de la muerte, vagarás, errante, estas empolvadas sendas producto de tu propia mente por siempre.

    -No. Tengo miedo-vendados primero sus ojos, desnudos después, deseosos estos por ser atados de nuevo, aspaventados con las horridas imágenes de lo que al principio eran verdes pastos y frondosos arbustos.

    Cerró los ojos y recordó al hombre de aspecto egipcio acercándose y a ella misma cogiendo de forma involuntaria un enorme trozo de carne del banquete. Recordó la sensación de ahogarse y la forma en que mientras moría el hombre extendía la mano hacía su interior buscando su alma.

    -Recuerdo…-murmuró en la jaula,

    -… el día de mi muerte-exhaló su mundo contrayéndose.

    -Mira en derredor chiquilla-con gesto teatral, la muerte extendía los brazos-. Allí donde al principio hubiere coloridos árboles, quedan manchadas cruces, y allá, en el cielo, donde al principio había abundantes estrellas, cada una con un nombre, quedan horribles engendros de pesadilla. Este mundo refleja tú interior, al principio una noble niña, apenas un infante: mira, mira mujer, en lo que te has convertido, es esto lo que eres ahora, si no sintieras miedo, serías inhumana. Ven conmigo. Por favor.

    -No…-vacilante la voz que al morir escapaba de su garganta. Su madre suplicando desesperada asistencia médica, en sus ojos lágrimas de terror, las mejillas lívidas, los labios secos, los brazos y las piernas cesando las convulsiones y luego, y luego la paz inagotable, paz mientras sus ojos cedían por fin y mientras laxa se hundía en la muerte.

    Abrió los ojos, sudando, temblando, febril por la excitación de haber hallado nuevamente la paz…

    Un grito, inaudible en el banquete, inundó la jaula acompasado por el sonido de las cadenas que, forzadas por el incontrolable terror de la niña, rechinaban sobre sus bisagras… Uno de los monstruos… uno de los monstruos… estaba ahí con ella y la acompañaba. Mas su aspecto, terrífico de por sí, no era suficiente para infundirle miedo; era aquel asqueroso olor que manaba de la piel de esa cosa, si es que era piel, lo que la hacía temblar y convulsionar por el terror. Era el inconfundible hedor de la muerte.

    Más allá estaba la muerte, con su apariencia egipcia y su sombrero alto de copa, parado sobre una supurante llaga qué, viva, moraba en el suelo. Las paredes, como de carne, simulaban el contraerse y distenderse, casi como si respiraran.

    -¿Dónde estamos? ¿Qué sitio es este?

    -Lo siento niña, no sabía que terminarías en el infierno.

    -¿El infierno? Pero yo recuerdo… yo recuerdo…

    -… cuando dije sí-respondieron las paredes.


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