Mi abuelo utilizaba constantemente los refranes. Pero mi locura impidió que los aprendiera. Guardaba el dinero dentro de una bolsa en su habitación.
Quería repartirlo entre todos los internos del geriátrico.
No lo permitiría, me lo iba a quedar todo.
Los asesiné fríamente. Descuarticé los cuerpos y enterré los restos dentro de un saco en la planta superior.
A él lo envenené en su cama, y lo arropé con mimo.
Cogí la bolsa y vertí la gasolina. Debía quemarlo todo antes de salir. Un susurro surgió bajo la sábana.
«Suéltala».
Palidecí al instante. Acababa de matarlo.
Escuché el sonido chirriante de una silla de ruedas. Venía desde el fondo del pasillo a una velocidad endiablada, nadie la empujaba.
Llegaron más.
La puerta principal se cerró.
Solo quedó abierta aquella habitación. Me encerré en ella para evitar que las sillas me embistieran.
Me aferré a la bolsa.
Una sombra encorvada se formó tras de mí.
Noté su arrugada piel muerta agarrar mis manos lanzándome con furia hacia el pasillo.
Se abrió una grieta. El saco cayó al suelo y se rompió esparciendo los restos y aplastando mi cuerpo.
El geriátrico se hizo cenizas.
La herencia se convirtió en mi tumba.
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