La muerte; la eterna vencedora en la primitiva lucha del ser humano por sobrevivir.
Yo no fui rival para su grandeza.
Mi alma vive, pero mi cuerpo ya no está conmigo.
Me tortura pensar en que no llegué a tiempo para sacarla del agua.
No pude soportarlo y me arrojé a las vías del tren.
Solo apaciguo mi pesar dando largos paseos por el cementerio.
Me siento junto a su lápida para contarle cuentos, como hacía cada noche.
Recuerdo cuando le leía alguno mientras se apoyaba en mi regazo.
Añoro poder dormir con ella una noche más. Mi penitencia es vagar sin cuerpo hasta el fin de los días.
Pero es una niña muy generosa y me lo sigue demostrando. Hoy me ha vuelto a avisar de que venía el guarda.
Me ha oído. Él no lo sabe, pero su linterna me ha deslumbrado.
Un sonido seco de raíces rotas ha emergido bajo la lápida. Mi hija se ha despertado.
Ha salido de la tierra, y se ha arrastrado frente a él, mirándole con ira a los ojos.
El guarda ha caído al suelo. No respira.
Su alma quedará errante. La mía tendrá al fin un cuerpo con el que descansar.
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