Pájaros

No se podía decir que había crecido mal, ni siquiera regular, su vida era, vista desde fuera, perfecta. Pero no. Siempre le faltó lo más importante para una persona, la libertad. Las exigencias eran la orden del día. Tienes que ser más educada, más recatada, tienes que sonreír de forma sofisticada, no entornes los ojos como si fueras una fulana intentando seducir al hombre de turno. No salgas hasta tarde, no te pongas esa ropa, no comas tanto, no estudies esa carrera. No, no, no. Y no olvidaría el día en el que huyó sabiendo que nunca más estaría bajo las órdenes de nadie.

Sus piernas le quemaban mientras corría, sin rumbo, sin un destino, sin seguridad y sin lo más importante. Órdenes. Sus pisadas en la calle se escuchaban en toda la calle, en cada casa, en el mundo entero podían escuchar los latidos de su corazón libre.

Y entonces apareció él. El demonio. El propietario de los ojos más negros y profundos que jamás había conocido. Unos ojos que la hicieron frenar, unos ojos que la hipnotizaron y la atrajeron hacia ellos. Esos ojos que la volvieron a cazar.

Nunca se había sentido más vulnerable que ante aquel hombre y sobre todo ante sus ojos, podría hacer cualquier cosa que le pidiera. Era suya, para siempre si él lo quería.

Cuántas veces había caído ante sus pies, en sus brazos, en aquellos ojos. Cuantas veces su corazón le había golpeado en las costillas acercándola hacia él. Sin escusas, sin preguntas. Con el corazón desnudo en las manos dispuesta a entregárselo si él se lo pedía. Y se lo pidió, y se lo dio, y después de jugar con él, el dueño de aquellos ojos lo abandonó y se fue.

Y nunca volvió a ser ella, su corazón no latía como debía. La había encerrado en una jaula y se había llevado la llave consigo.

Mientras miraba a través de los barrotes de su cárcel particular comprendió que nunca fue libre y que nunca lo sería. Que hay pájaros que no nacieron para vivir en libertad.